El infierno tan temido II - Cuento de JC Onetti
El infierno tan temido
Juan Carlos Onetti
La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el
cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el
café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la
aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo «Cabe destacar que los señores
comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo
consagratorio de Play Boy, que supo sacar partido de la cancha de invierno,
dominar como saeta en la instancia decisiva», cuando vio la mano roja y manchada
de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina ofreciéndole el sobre.
—Ésta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación
de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún
espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene
la columna.
El sobre decía su nombre, Sección Carreras, El Liberal. Lo único extraño era el par
de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del
taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de
la redacción, pensando en la última frase: «Volvemos a afirmarlo, con la
objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos
debemos al público aficionado». El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo
y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de
vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.
Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y
la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas
indecisas, como el relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio
por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por
olvidar lo que había visto.
Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras
Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.
—Hola —dijo ella—, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.
Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada
que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas
alegrías que le adornaban las ropas. «Es una mujer, también ella. Ahora le miro el
pañuelo rojo en la garganta, las uñas violeta en los dedos viejos y sucios de tabaco,
los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los
tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi
frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de
que también ella es una mujer».
—Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si
siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo, afuera. Me dejan el
material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe.
Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres
que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que
había. Agasajaron a sus amistades en una brillante recepción en casa de los padres
de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese. Viene un frío de polo
desde la rambla.
Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio,
suprimidos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los
habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral,
desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes
de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras, volvía a
medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada
por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los
lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había
también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca
resuelta y exclusiva de la dicha.
Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con
el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de
innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con
acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un
brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él
volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al
espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.
Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero
dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la
enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.
Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen
dos noviazgos —un director, un actor—, tal vez porque para ella el teatro era un
oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte,
no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro
estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de
los ensayos, el esfuerzo de adecuación, la vigilancia de la voz y de las manos.
Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si
pudiera mirársela o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su
farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables,
signos de la edad.
Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente
distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento
desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se
emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre
sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.
La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche.
Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves,
mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada
a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba
de espaldas.
Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día
entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo
transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla,
sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.
Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.
—Bueno —dijo en voz alta—, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna
importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.
(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto
oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya
previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor.
Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas,
que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje
de amor.)
Volvió a protegerse antes de mirar: «Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una
pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y
arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera
merecido».
En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde
de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable
primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser
reconocida. En el dorso su letra calmosa decía «Recuerdos de Bahía».
En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la
totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su
alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la
venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor,
de tanta voluntad de hacer sufrir.
Cuando Gracia conoció a Risso pudo conocer muchas cosas actuales y futuras.
Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco: adivinó que estaba
amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse.
Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con
cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en
la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el
amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar
con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la
ciudad, en que la única sabiduría aceptable era la de resignarse a tiempo. Tenía
veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la
curiosidad, se dijo que sólo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.
Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso
adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores.
Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los
gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le
modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el
Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en El Sótano un sueldo
seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e
indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla. Hacía
planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de
que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.
—Todo —insistía Risso—, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar
siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos
nosotros.
En realidad nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le
estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de
Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno
al trigo.
La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al
diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él
despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la
demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica,
impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.
La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tablillas de la persiana,
comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición
nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto,
como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error
propicio.
En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de
una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás,
hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y
cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en
cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus
sonrisas.
Sólo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los
amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y el error de sus creencias,
por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los
hombres.
Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y
seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a
dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas
llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.
En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que
obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el
restaurante o en el café al más crédulo o inexperto, al que podía prestarse sin
sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al
disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella
memorizada argumentación de viajante de comercio.
—Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en
esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos
mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.
Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de
pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces,
preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso
antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con
un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella
con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y
frases que no había comprendido nunca.
Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa
habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo
envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira
crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de
turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se
hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al
mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.
Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban
o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las
convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.
Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por
el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con
una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse
resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta
nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la
foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las
sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su
verdadero error fue cambiar la dirección de los sobres.
La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y
exageradamente angustiosa. El Sótano —ahora Teatro Municipal de Santa María—
subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una
actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se
entusiasmaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían
programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la
noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando
con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones,
decorados, parlamentos y tramas.
De modo que el juego, el remedio, alternativamente melancólico y embriagador,
que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fiordo,
estremeciéndose y murmurando para toda la sala: «Tal vez... pero yo también llevo
una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás», también era aceptado
en El Rosario. Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se
formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.
La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de
copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de
matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los
mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la
pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la
frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o
de ambiciones irrealizables.
Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por
vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del
invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la
locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no
ser medio para nada.
En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando
susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:
—Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.
Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada o
impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o
pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las
posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de
alimento.
Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un muro desprovisto de
sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.
Así que sólo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la
puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando
la ropa.
Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las
cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía
que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con
cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba
agregando a su amor por Risso. Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar
hasta una víspera de jueves —porque los jueves Risso no iba al diario—, hasta una
noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban
vividas.
Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber
inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de
camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera
la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin
desplazarse, de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo
mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa
de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el
vaso de vino, y a veces sólo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el
relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había
sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a
nadie, junto a Risso.
—Bueno; ahora te vestís otra vez —dijo él, con la misma voz asombrada y ronca
que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.
Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron
los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de
pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día
libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio,
a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y
odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió
después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria
la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no
interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches
sin decir que sí ni siquiera con su silencio.
Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones
cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias
cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos
gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer
preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que
tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.
Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones
contradictorias y se fue de Santa María.
—No se preocupe —dijo Guiñazú—. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba
esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no
podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la
sinrazón de la parte demandada.
Era aquél un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía
caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su
sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e
increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a
recordarlos con desesperada codicia.
Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para
siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como
una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva.
Sólo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y
a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; sólo podía
esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se
vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía
hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos
meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para
conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo
escaso y que sólo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.
Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas
cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que
procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó
a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin
consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir —
para él y para ella— la destrucción, la paz definitiva de la nada.
Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la
rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que
inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que
coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en
aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío,
en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz,
en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que
aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo
y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago,
Buenos Aires.
Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa
preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma
capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no
llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo
Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente
y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado
después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que
metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que
no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que
UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o
del frenético aroma absurdo que destila el amor.
—De hombre a hombre —dijo Lanza con resignación—. O de viejo que no tiene
más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y
yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído
comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da
lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las
gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la
arteriosclerosis; me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo
demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar
sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al
dorso dice: «Para ser donada a la colección Risso», o cosa parecida. Me llegó el
sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era
decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le
haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; sólo le pido permiso para
romper la fotografía sin mostrársela.
Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la
calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era
esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos
soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin
amparo, sin poderse inventar un alivio.
La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el
jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro
del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo
de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.
—Comprenderás que después de esto —tartamudeó la abuela. Revolvía el café y
miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal
inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella
había sospechado sin coraje para creerlas—. Comprenderás —repitió con furia, con
la voz cómica y envejecida.
Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque
se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo
apoyado en el borde del plato.
Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al
misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y
sus costumbres. Volteado en su cama, Risso creyó que empezaba a comprender,
que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él,
liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el
contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas
y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué
era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la
alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana,
escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el
ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido
acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el
pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de
hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso
respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza
inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle
protección mañana y en los días siguientes.
Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido
inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y
cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj
pulsera, mientras caminaba hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo
invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los
hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de
Gracia, llamarla o irse a vivir con ella.
Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién
nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común
perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña
corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito
del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos
delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la
entidad del mal que la aqueja.
—Recordando que él hacía Hípicas —contó Lanza—, uno intenta explicar aquel
desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le
dieron y confirmaron al cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque
aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y
tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas la boticas de Santa María,
lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el
razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado
seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de
cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la
yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera
aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la
posibilidad de que la yegua —en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o
mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas
por el teatro universal—, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se
había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso
nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque
ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y
también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente
conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado,
insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al
Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora,
acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso,
segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.
JC Onetti
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