Paul Auster - El cuaderno Rojo (1ra parte)

"Ésta es una historia verdadera. Si al­guien lo duda, lo reto a que visite Sligo y compruebe por sí mismo si me la he in­ventado."


EL CUADERNO ROJO
1

En 1972 una íntima amiga mía tuvo problemas con la ley. Vivía aquel año en una aldea de Irlanda, no muy lejos de la ciudad de Sugo. Yo había ido a verla por aquel entonces, el día que un policía de paisano se presentó en la casa con una ci­tación del juzgado. Las acusaciones eran lo suficientemente serias como para re­querir un abogado. Mi amiga pidió infor­mación, le recomendaron un nombre, y a la mañana siguiente fuimos en bicicleta a la ciudad para reunirnos y hablar del asunto con aquella persona. Con gran asombro por mi parte, trabajaba en un bu­fete de abogados llamado Argue & Phibbs.

Ésta es una historia verdadera. Si al­guien lo duda, lo reto a que visite Sligo y compruebe por sí mismo si me la he in­ventado. Llevo veinte años riéndome con esos apellidos y, aunque puedo probar que Argue & Phibbs existían de verdad, el he­cho de que los dos apellidos hubieran sido emparejados (para formar el chiste más in­genioso, la sátira más certera contra la abogacía) es algo que todavía me parece increíble.

Según mis últimas noticias (de hace tres o cuatro años), el bufete continúa siendo un negocio floreciente.

2

Al año siguiente (1973) me ofrecieron un trabajo de guarda en una granja del sur de Francia. Los problemas legales de mi amiga eran agua pasada, y puesto que nuestro noviazgo intermitente parecía fun­cionar de nuevo, decidimos unir nuestras fuerzas y aceptar juntos el trabajo. Los dos andábamos mal de dinero por aquel en­tonces, y sin aquella oferta hubiéramos te­nido que volver a Estados Unidos, cosa que ninguno de los dos aún había previsto.

Fue un curioso año. Por una parte, el lugar era precioso: un caserón de piedra del siglo xviii, rodeado de viñas por uno de sus flancos y, por el otro, por un parque nacional. El pueblo más próximo estaba a dos kilómetros de distancia, y no lo habita­ban más de cuarenta personas, ninguna de menos de sesenta o setenta años. Era un sitio ideal para que dos escritores jóvenes pasaran un año, y tanto L. como yo, traba­jando de verdad, sacamos en aquella casa mucho más fruto del que ninguno de los dos hubiera creído posible.

Por otra parte, vivíamos permanente­mente al borde de la catástrofe. Los due­ños de la finca, una pareja estadounidense que vivía en París, nos enviaban un pe­queño salario mensual (cincuenta dóla­res), dietas para la gasolina del coche, y di­nero para la comida de los dos perros perdigueros que había en la casa. En con­junto, era un acuerdo generoso. No había que pagar alquiler, y aunque nuestro sala­rio nos viniera corto para vivir, cubría una parte de nuestros gastos mensuales. Nues­tro plan era conseguir el resto haciendo traducciones. Antes de abandonar París e instalarnos en el campo habíamos acor­dado una serie de trabajos que nos ayudarían a pasar el año. Con lo que no había­mos contado era con que los editores suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas. Habíamos olvidado también que los cheques enviados de un país a otro pueden tardar semanas en cobrarse, y que, cuando los cobras, el banco te descuenta comisiones y gastos de cambio. Así que, al no haber dejado un margen para equivoca­ciones o errores de cálculo, L. y yo nos en­contramos frecuentemente en una situa­ción económica desesperada.

Recuerdo la feroz necesidad de nico­tina, el cuerpo entumecido por la absti­nencia, cuando registraba bajo los cojines del sofá y buscaba detrás de los armarios alguna moneda perdida. Con dieciocho céntimos (unos tres centavos y medio), po­días comprar cigarrillos de la marca Pari­siennes, que vendían en paquetes de cua­tro. Recuerdo que les echaba de comer a los perros, y pensaba que comían mejor que yo. Me acuerdo de conversaciones con L., cuando nos planteábamos en serio abrir una lata de comida de perro para la cena.

Nuestra otra única fuente de ingresos aquel año procedía de un tal James Sugar. (No quiero insistir en los nombres metafó­ricos, pero las cosas son como son, qué va­mos a hacerle.) Sugar pertenecía al equipo de fotógrafos del National Geographic, y entró en nuestras vidas porque había cola­borado con uno de los dueños de la casa en un artículo sobre la región. Hizo fotos durante meses, recorriendo Provenza en un coche alquilado que le proporcionó la revista, y, cada vez que se encontraba por nuestros pagos, pasaba la noche con noso­tros. Puesto que la revista le abonaba die­tas para sus gastos, nos daba muy amable­mente el dinero que tenía asignado para gastos de hotel. Si recuerdo bien, la suma ascendía a cincuenta francos por noche. Así, L. y yo nos habíamos convertido en sus hoteleros particulares, y como además Sugar era un hombre encantador, siempre nos alegrábamos de verlo. El único pro­blema era que nunca sabíamos cuándo iba a aparecer. Nunca avisaba, y la mayoría de las veces transcurrían semanas entre visita y visita. Así que habíamos aprendido a no contar con el señor Sugar. Llegaba de re­pente como caído del cielo, aparcaba su deslumbrante coche azul, se quedaba una o dos noches, y volvía a desaparecer. Cada vez que se iba, estábamos seguros de que era la última vez que lo veíamos.

Vivimos los peores momentos al final del invierno y al principio de la primavera. Los cheques dejaron de llegar, robaron uno de los perros, y poco a poco acaba­mos con toda la comida de la despensa. Sólo nos quedaba, por fin, una bolsa de ce­bollas, una botella de aceite y un paquete de masa para empanada que alguien había comprado antes de que nosotros nos mu­dáramos a la casa: un resto revenido del verano anterior. L. y yo aguantamos du­rante toda la mañana, pero hacia las dos y media el hambre pudo con nosotros. Nos metimos en la cocina a preparar nuestro último almuerzo: dada la escasez de ingre­dientes con que contábamos, un pastel de cebolla era el único plato posible.

Después de que nuestro invento perma­neciera en el horno lo que nos parecía tiempo de sobra, lo sacamos, lo pusimos sobre la mesa y le hincamos el diente. En contra de todas nuestras expectativas, lo encontramos exquisito. Creo que incluso llegamos a decir que era la mejor comida que habíamos probado nunca, pero me temo que sólo era un ardid, un tímido in­tento de darnos animo. Pero, en cuanto comimos un poco más, vino la decepción. De mala gana -muy de mala gana- nos vi­mos obligados a admitir que el pastel no había cocido lo suficiente, que el centro aún estaba crudo, incomestible. No había más remedio que ponerlo en el horno otros diez o quince minutos. Considerando el hambre que teníamos, y considerando que nuestras glándulas salivares acababan de ser activadas, abandonar el pastel no fue fácil.

Para entretener nuestra impaciencia, salimos a dar un paseo, pensando que el tiempo pasaría más deprisa si nos alejába­mos del buen olor de la cocina. Me acuerdo de que dimos una vuelta a la casa, quizá dos. Quizá nos dejamos llevar por una profunda conversación sobre algo que he olvidado. Pero, hiciéramos lo que hicié­ramos y tardáramos lo que tardáramos, cuando volvimos a la casa la cocina estaba llena de humo. Nos lanzamos hacia el horno y sacamos el pastel, pero era dema­siado tarde. Nuestro almuerzo sólo era una ruina. Se había incinerado, reducido a una masa carbonizada y ennegrecida: no se podía salvar ni un trozo.

Ahora parece una historia divertida, pero entonces era cualquier cosa menos una historia divertida. Habíamos caído en un agujero negro y no sabíamos la manera de salir de él. En todos mis años de es­fuerzo por convertirme en un hombre, dudo que haya existido un momento en el que me sintiera menos inclinado a reír o a bromear. Era realmente el fin, una situa­ción terrible y espantosa.

Eran las cuatro de la tarde. Menos de una hora después, el imprevisible señor Sugar apareció inesperadamente. Llegó hasta la casa en medio de una nube de polvo: la tierra y la gravilla rechinaban bajo los neumáticos. Si me concentro, to­davía puedo ver la cara boba e ingenua con que bajó del coche y nos saludó. Era un milagro. Era un verdadero milagro. Y yo estaba allí para verlo con mis propios ojos, para vivirlo en mi propia carne. Hasta aquel momento, yo pensaba que co­sas así sólo ocurrían en los libros.

Sugar nos invitó a cenar aquella noche en un restaurante de dos tenedores. Comi­mos copiosamente y bien, nos bebimos va­rias botellas de vino, nos reímos como lo­cos. Y ahora, por exquisita que fuera, no puedo recordar nada de aquella comida. Pero no he olvidado nunca el sabor del pastel de cebolla.

3

No mucho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974) un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últi­mos meses de la Segunda Guerra Mundial.

El tío de S. era miembro de un grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué ha­cer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno, corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.

Vio por la ventana cómo el primer hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora. El hombre cayó. Un ins­tante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto en la nieve.

Entonces le llegó el turno al tío de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamientos lo asaltarían en aquel momento. La única cosa que me han con­tado es que echó a correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Enton­ces sintió de repente dolor en una pierna. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo después había perdido el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontró ten­dido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que un caballo o un mulo arras­traba por un camino rural, mirando la nuca de un campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, pro­cedentes del bosque, se sucedieron violen­tas explosiones. Demasiado débil para moverse, continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.

Más ruido, más confusión. Si el caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o pocos segun­dos después, un gran contingente de tro­pas rusas bajaba por la carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuan­do el oficial al mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña que habían montado en los al­rededores. Sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el coberti­zo de una granja. Allí el médico del ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla.

El tío de mi amigo empezó a gritar. “No me corte la pierna”, imploró. “Por fa­vor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!”, pero nadie lo escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de ope­raciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El techo del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el lo­cal entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.

Cuando despertó esta vez, estaba acos­tado en una cama. Las sábanas eran lim­pias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor había despertado en el paraíso.

Se quedó en la casa mientras se recu­peraba y se enamoró de la joven maravi­llosa, pero aquel amor no prosperó. Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó más detalles. Lo que sé es que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.

4

L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y lle­varlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hu­biera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ra­mas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a princi­pios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosa­mente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez cen­tavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda pare­cer, tuve la certeza de que eran los mis­mos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

5

En el parvulario de mi hijo había una niña cuyos padres estaban tramitando el divorcio. Yo apreciaba particularmente al padre, un pintor poco reconocido que se ganaba la vida copiando proyectos arqui­tectónicos. Creo que sus cuadros eran muy hermosos, pero siempre le faltó la suerte necesaria para convencer a los mar­chantes de que apoyaran su obra. La única vez que expuso, la galería quebró al poco tiempo.

B. no era un intimo amigo, pero lo pa­sábamos bien juntos, y, siempre que lo veía, yo volvía a casa con renovada admi­ración por su tenacidad y su calma inte­rior. No era un hombre que se quejara, que sintiera lástima de sí mismo. Por muy negras que le hubieran ido las cosas en los últimos años (infinitos problemas de di­nero, falta de éxito artístico, amenazas de desahucio de su casero, dificultades con su antigua mujer), nada parecía desviarlo de su camino. Continuaba pintando con la misma pasión de siempre, y, al revés que muchos, nunca mostró ninguna amargura, ninguna envidia hacia artistas de menor talento a los que les iba mucho mejor que a él.

A veces, cuando no trabajaba en sus propios cuadros, hacía copias de los maestros antiguos en el Metropolitan Museum. Me acuerdo de un Caravaggio que copió un día y que me pareció extraordinario. No era una copia, sino más bien una ré­plica, un duplicado exacto del original. En una de aquellas visitas al museo, un millo­nario tejano vio trabajar a B. y quedó tan impresionado que le encargó la copia de un Renoir para regalársela a su novia.

B. era sumamente alto (casi dos me­tros), guapo y amable, cualidades que lo hacían especialmente atractivo para las mujeres. Cuando superó el divorcio y vol­vió a la circulación, no tuvo problemas para encontrar compañeras. Yo sólo lo veía dos o tres veces al año, pero cada vez había una mujer distinta en su vida. Todas estaban evidentemente locas por él. Sólo tenías que ver cómo miraban a B. para adivinar lo que sentían, pero, por una u otra razón, ninguna de sus relaciones du­raba demasiado.

Dos o tres años después, el casero de B. consiguió su propósito y lo echó del estu­dio. B. abandonó la ciudad, y dejamos de vernos.

Pasaron varios años y entonces, una noche, B. volvió a la ciudad para asistir a una cena. Mi mujer y yo también estába­mos invitados y, cuando supimos que B. estaba a punto de casarse, le pedimos que nos contara la historia de cómo había co­nocido a su futura mujer.

Unos seis meses antes, nos contó, había hablado por teléfono con un amigo. El amigo estaba preocupado por B., y pronto empezó a reprocharle que no hubiera vuelto a casarse. Ya hace siete años que te divorciaste, le dijo; ya hubieras podido sentar la cabeza con una docena de muje­res atractivas e interesantes. Pero ningu­na te parece lo bastante buena y siempre las dejas. ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios quieres?

No me pasa nada, dijo B. Simplemente no he encontrado la persona adecuada, eso es todo. Al ritmo que vas, nunca la en­contrarás, le respondió su amigo. ¿Has encontrado alguna vez una mujer que se aproxime a lo que buscas? Dime una, sólo una. ¿A que no eres capaz de nombrar una sola mujer?

Sorprendido ante la vehemencia de su amigo, B. reflexionó sobre el asunto detenidamente. Sí, dijo por fin. Había una. Una mujer que se llamaba E., a la que había co­nocido en Harvard cuando era estudiante, hacía más de veinte años. Pero entonces E. salía con otro, y B. salía con otra (su futura ex mujer), y no había habido nada entre ellos. No tenía ni idea de dónde es­taba E. ahora, dijo, pero si encontrara a al­guien como ella, no dudaría en casarse de nuevo.

Ése fue el final de la conversación. An­tes de hablarle de E; a su amigo, B. no se había acordado de aquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la podía qui­tar de la cabeza. En los tres o cuatro días siguientes, pensó en ella sin parar, incapaz de librarse de la sensación de que hacía varios años había perdido una oportunidad única de ser feliz. Entonces, como si la in­tensidad de estos pensamientos hubiera enviado una señal a través del mundo, el teléfono sonó una noche y allí estaba E., al otro lado de la línea.

B. la tuvo al teléfono más de tres horas. Ni se enteraba de lo que le decía, pero ha­bló y habló hasta pasada la medianoche, con la conciencia de que algo extraordina­rio había sucedido y no podía dejarlo esca­par otra vez.

Al terminar sus estudios universitarios, E. ingresó en una compañía de baile y durante los últimos veinte años se había de­dicado exclusivamente a su carrera. Nun­ca se había casado, y, ahora que estaba a punto de retirarse de los escenarios, llamaba a viejos amigos del pasado, intentando volver a tomar contacto con el mundo. No tenía familia (sus padres se habían matado en un accidente de coche cuando era ni­ña) y se había criado con dos tías que ya habían muerto.

B. quedó en verla la noche siguiente. Cuando se encontraron, no tardó mucho en descubrir que sus sentimientos hacia E. eran tan fuertes como había imaginado. Volvía a estar enamorado de ella, y varias semanas después decidieron casarse.

Para que la historia sea aún más per­fecta, resultó que E. tenía bienes. Sus tías habían sido ricas, y a su muerte ella había heredado todo su dinero, lo que signifi­caba que B. no sólo había hallado el verda­dero amor, sino que los incesantes proble­mas de dinero que lo habían agobiado durante años habían desaparecido de re­pente. Todo de golpe.

Un año o dos después de la boda, tuvie­ron un hijo. Según mis últimas noticias, el padre, la madre y el niño están bien.


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