La gente del abismo - Jack London

El libro es eso: un descenso a los abismos. A pesar de estar en el centro en un imperio que por esas fechas celebraba la coronación de Eduardo VII, hijo de la famosa reina Victoria, la pobreza lo inunda todo de forma hiriente.

Jack London muestra cómo la miseria estaba haciendo estragos entre la clase obrera de Londres  y cómo la policía perseguía sin descanso a los ‘sin techo’ que dormían en la calle o en los parques. Muestra cómo los obreros pagaban casi la mitad de su salario por habitaciones insalubres, cómo familias enteras se hacinaban en un único cuarto , o cómo en una pocas habitaciones dormían decenas de personas. Describe cómo, en ocasiones, las camas eran alquiladas por turnos de 8 horas a trabajadores cuya jornada laboral era de 12, 13 o 14 horas. Explica como la falta de luz y ventilación, la humedad, los gérmenes, la escasa higiene y la falta de privacidad acababa por arruinar física y moralmente a gente que no eran otra cosa que trabajadores decentes.

También en aquella época nos cuenta London cómo las culpas de la falta de vivienda y de los bajos salarios era atribuida a la inmigración extranjera, especialmente judíos polacos y rusos. Sin embargo, Jack London achaca esta ‘decadencia’ a la enorme desigualdad en la distribución de la riqueza: 500 personas —cuya riqueza ha sido heredada— poseían 1/5 de Inglaterra y derrochaban en lujo ‘como si no hubiese mañana’.

Defiende a mujeres ‘solas’ que sostienen a la familia realizando trabajos inhumanos a cambio de una miseria. Denuncia las enfermedades a las que los trabajadores y trabajadoras están expuestos como por ejemplo quienes pasan el día con los pies y la ropa mojada que se acaba traduciendo en  bronquitis, neumonía y reumatismo; o las enfermedades respiratorias de quienes están expuestos al polvo todo el día.

En fin… El texto de Jack London es de una gran actualidad. Las condiciones laborales han mejorado y mucho, pero vivimos una época en la que la distribución de la riqueza cada día es más desigual. Lo peor de todo es que, al igual que en la época en la que se escribió el libro, en estos tiempos se culpa a los pobres de sus propias desgracias. Ahí lo dejo.




Whitechapel: callejuelas laberínticas por donde deambulaba Jack el Destripador catorce años atrás. Oscuras tiendas atestadas de los cachivaches más insólitos. Tabernas en donde una fauna pintoresca se atiborra de mala cerveza. Zapateros que trabajan doce o catorce horas en sórdidos y minúsculos talleres. Obreros endomingados que fuman tranquilamente en pipa a la puerta de sus casas tristes. Cuartuchos que albergan confusamente varias familias. Gritos y peleas. Mercadillos dudosos. Muelles cubiertos de bruma. Policías que hacen su ronda agitando una linterna en la oscuridad. Mezquindad. Roña. Una sinfonía de horribles olores. Niebla, fango y enfermedades. 

La economía descriptiva de London hace milagros en apenas unas frases: «El panorama que nos ofrecían todas las travesías y callejones no era otro que el de ladrillos y miseria (...) el aire nos traía los ruidos obscenos de las riñas y trifulcas (...) por todas partes veía muros de ladrillo, pavimentos enfangados y calles atestadas de griteríos». Pío Baroja en «La ciudad de la niebla» (1909) reflejó con el mismo talento idéntico ambiente. 

A medida que va penetrando en el corazón de las miserias, London conoce a personas de extracción social humilde zarandeadas por la existencia. De inteligencia mediana, como la gran mayoría. Gente normal. Un marinero que solo sabe emborracharse entre barco y barco. O el caso patético de un viejo militar derrotado que espera su turno en la cola del asilo. Obreros que perdieron a sus familias, hundiéndose lentamente en la marginalidad. Jóvenes recién llegados a Londres que no encuentran su sitio. Parados. Nada extraño, ni exótico. 

La muerte siempre estaba al acecho de sus cortas vidas y como pariente de la muerte, la enfermedad. La mayoría de los compañeros casuales de Jack London están enfermos de hambre. Los desheredados no podían resistir mucho tiempo la dieta de pan duro, mantequilla rancia y té flojo. Pobres, pero no vagos. La inmensa mayoría de los habitantes del East End eran laboriosos (el estereotipo del haragán miserable es falso). Pero era muy difícil salir del gueto. Los más vulnerables se morían en silencio. En 1902 los servicios sociales estaban en mantillas. Primaba el laissez-faire más despiadado.

Una época inmisericorde con los humillados y ofendidos. El darwinismo social era la vulgata de la burguesía. En la lucha por la vida los triunfadores lucían altos, guapos, buenos y preferentemente rubios; los fracasados, cetrinos e innobles, debían perecer. Sabemos a qué llevó semejante filosofía social reaccionaria. De hecho, era tan predominante, que un socialista como London no estaba libre de ella. Teme la multiplicación del proletariado. El mito positivista de la degeneración hacía estragos. Los individuos de las clases sociales inferiores eran considerados como seres primitivos y atávicos. Afortunadamente, nuestro autor se olvida rápidamente de teorías. La realidad son las personas concretas de carne y hueso con las cuales se cruza. Son iguales a nosotros, advierte, solo que más desafortunadas. «La gente del abismo» permanece como un clásico en la denuncia de la injusticia social.




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