El gato chino

El gato chino

Ella me regaló el gato chino en el barrio chino de Belgrano. Lo compró una tarde que fuimos juntos de paseo buscando algo sobre el año del conejo o del dragón, no recuerdo bien. La cuestión es que se suponía que me iba a traer fortuna o salud o amor, o todo eso junto pero no estaba atento cuando el vendedor nos ofrecía sus virtudes por tamaños y colores: blanco, dorado, rojo, con ese tono desinteresado que tienen los orientales y que en aquel momento me rebotaba en sordina por las paredes internas del cráneo sin aferrarse siquiera a la más desprevenida de mis neuronas. Sonaba de fondo una calma música de cuerdas y campanitas sobre una cascada de agua que de tan mansa me daba más ganas de salir de allí a la carrera y cuanto antes, tensaba al límite de mi paciencia, me irritaba. Digamos que no estaba precisamente pasando por uno de mis mejores días pero había postergado tantas veces aquel exótico paseo (en sus palabras, no las mías) que esa vez asentí. Ya por esos días el trabajo en el ministerio era un verdadero caos y nos tenían como bola sin manija de acá para allá, de una oficina a otra y de reforma en reforma. Nos cambiaban los referentes de un día para otro, daba la sensación de estar parados sobre un suelo resbaladizo e inseguro, no creo que todo aquello se tratase de simple improvisación pero como soy susceptible a las teorías conspirativas, lo reconozco, trataba de bajarlo a tierra y no pasarme de revoluciones sin necesidad. Mientras paseábamos entre pequeños objetos orientales un colega de confianza me enviaba mensajes de texto al celular con los corrillos del viernes último: estaban desalojando el ala oeste del cuarto piso y ya habían sacado en camiones varios armarios con llave y todo, sin vaciarlos siquiera. Se rumoreaba que a última hora un piso completo había sido fajado por la intervención y que el ascensor había sido reprogramado y ya no se detenía allí. “¿Con qué nos vamos a encontrar cuando volvamos?”  me decía. “¿Quedará algo…?”
¿Este dorado te gusta? ¿o preferís el blanco? Me preguntaba Ella, y yo intentaba repasar mentalmente qué había dejado en mis cajoneras, ¿algún libro…? ¡La taza de Montevideo! Ese viaje la pasamos muy bien, no quisiera perderla. Me sorprendió detenerme en un detalle tan pequeño cuando el momento y la situación eran realmente alarmantes, llevo una semana durmiendo entrecortado y me siento mal de pensar tanto en mí pero no lo puedo evitar.
Ella refunfuñó un poco, ¡no me estás escuchando! pero aún así compró unas cuantas chucherías aquí y allá e hicimos un alto para tomar el té en un balcón colmado de flores de plástico, más tarde pasamos a comprar una blusita roja con cuello tipo mao que había visto casi al comienzo del recorrido y tanto le gustaba. La pagué con la tarjeta a regañadientes y fingí que quería darle un gusto como le dije en aquel momento, para compensar un poco el haber estado tan desatento durante el paseo pero la incertidumbre era más fuerte que yo.
Aquella tarde en el balcón florido me contó que había descubierto su pasión por la filosofía oriental, algo china, algo indú, con meditación, espiritualidad y ejercicios de concentración para ser más equilibrada y exitosa en los negocios, en el amor y con la familia. Dijo que producto de sus reuniones de coaching en la empresa había comenzado una serie de cursillos con una amiga que le habían mejorado el ánimo, se la veía optimista y en general de mejor humor, con ganas de iniciar nuevos proyectos y poner más foco en su carrera, ¡sean felices, compren dólares! repetía entre graciosa y reveladora, había tomado la frase de un programa de radio y se había convertido en su latiguillo cada vez que despedía a nuestros amigos. Cuando lo decía entre mis conocidos me daba una cosa de intentar justificarla o cubrirla, vergüenza ajena que le dicen. Fue el primer atisbo de distancia entre nosotros que con el correr de aquellos meses se acrecentaría hasta llegar al corte final a poco de las fiestas familiares de fin de año, estaba convencido que era demasiado para mí y no la vi más.
Ella aceptó terminar antes de que entrara el año nuevo, no daba para más nos dijimos, me refiero al año nuevo cristiano, hacía ya tiempo que Ella decía regirse por el calendario oriental pero la familia y las tradiciones… han pasado tres meses de aquello, cien días para ser más preciso.
El gato al fin fue negro con detalles dorados y ahora mientras me cepillo los dientes al cabo de casi arrastrarme hasta el baño lo veo por el espejo agitar su brazo derecho en el reflejo arriba y abajo. No me trajo fortuna, perdí mi trabajo, obviaré lo del amor y no me quejo de la salud aunque he tenido tiempos mejores. No culpo al gato del achique en el ministerio ni de no llegar a fin de mes pero es cierto que la calle se ha puesto dura, giro el hombro y me veo un moretón enorme que me dejó un garrote de los antidisturbios cuando resistimos salir del abrazo simbólico al edificio donde trabajé diez años.
¿Cuánto tiempo le pueden durar las pilas al coso ese!? No es más que un objeto, me digo. No me puedo enojar con un aparatito que en definitiva es eso, un artefacto sin mayor significación.
¡Qué distinto parece todo desde aquel día en el barrio chino! Hoy más que aquella música de relajación me retumban los oídos con rítmicos pasos marciales sobre el asfalto. Escupo el dentífrico aún con restos de sangre, me vuelvo a enjuagar y levanto la vista, el gato sigue, alza su brazo derecho heil y lo baja heil, y otra vez, heil, heil, heil…!




Ixx-mar16

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