El país de las últimas cosas de Paul Auster (hoguera)

 El país de las últimas cosas de Paul Auster (fragmento):
“De día o de noche, se necesitaban luces para meterse en los archivos. Los libros estaban
situados en una habitación central del edificio, y por ende no había ventanas en ninguna de
las paredes. Como la luz eléctrica había sido cortada hacía mucho tiempo, no había otra
opción más que llevarse una luz propia. Decían que en una época la Biblioteca Nacional
albergaba más de un millón de volúmenes; este número ya se había reducido mucho cuando
yo llegué allí, pero aún quedaban cientos de miles, un asombroso alud de palabras
impresas. Algunos libros estaban colocados verticalmente en los estantes, otros yacían de
forma caótica en el suelo, mientras unos cuantos más se apilaban en montones dispersos.
Había reglas estrictas que prohibían sacar libros de la biblioteca, pero a pesar de ello
muchos habían salido de contrabando y se vendían en el mercado negro. De cualquier
modo, era discutible si la Biblioteca seguía siendo o no una biblioteca. El sistema de
clasificación se había desorganizado por completo, y con tantos libros desaparecidos, era
casi imposible encontrar el volumen que uno buscaba. Teniendo en cuenta que había siete
pisos de archivos, el hecho de que un libro estuviera fuera de sitio era lo mismo que si
hubiese dejado de existir; a pesar de que podía estar materialmente en algún lugar del
edificio, nadie iba a volver a encontrarlo. Yo di con el paradero de unos cuantos archivos
municipales para Sam, pero la mayoría de mis incursiones en este lugar eran para coger
libros al azar. No me gustaba mucho estar allí abajo, sin saber con quién podía
encontrarme, teniendo que oler aquella humedad, aquellas ruinas mohosas. Juntaba todos
los libros que podía entre los brazos y volvía corriendo arriba, a nuestra habitación. Gracias
a los libros nos mantuvimos calientes todo el invierno; a falta de otro tipo de combustible,
los quemábamos en la estufa de hierro para producir calor. Sé que parece horrible, pero no
teníamos otra opción, había que escoger entre eso o morirnos de frío. Por supuesto, no se
me escapa la paradoja: todos esos meses trabajando en un libro y al mismo tiempo
quemando tantos otros para mantenernos calientes. Lo curioso es que yo nunca sentí
remordimientos, para ser sincera, creo que incluso disfrutaba tirando aquellos libros a las
llamas. Tal vez manifestara cierto rencor oculto, tal vez fuera sólo el simple reconocimiento
de que no importaba lo que pasara con los libros. El mundo al que pertenecían había
terminado, y al menos ahora servían para algo. De cualquier modo, la mayoría de ellos no
merecían abrirse: novelas rosas, colecciones de discursos políticos, antiguos libros de texto.
Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo. A veces, cuando
Sam se sentía agotado, yo le leía antes de dormirse. Así leí a Herodoto y un pequeño libro
de Cyrano de Bergerac, sobre sus viajes a la luna y al sol. Pero al final, todo acababa en la
estufa, todo se convertía en humo.”
Ixx, 2023






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