El ángel asesino - Carlos Robledo Puch

"Carlitos era un buen chico. Fue a la primaria en el Adolfo Alsina de Florida. Repitió el primer grado. "¿Qué pasa, Carlitos?" ¡¡¡¡¡Uuuuuuhhh, cómo odiaba que le dijeran Carlitos!!!!! "¡Carlitos, las pelotas!" Había dejado de ser un nene que dormía con sus papás, bah, con su mamá porque el viejo dormía más en hoteles de provincia que en su casa. "¡Qué Carlitos ni ocho cuarto!"."



Carlos Robledo Puch, vida y obra de un asesino


Capítulo 1: Carlitos
Lleva más años en la cárcel que los que vivió fuera de ella. "El Ángel de la muerte" mató a once personas a lo largo de sus más de 15 robos. Primera entrega sobre el máximo asesino en la historia de la Argentina.
Ricardo Canaletti
Por Ricardo Canaletti
Última modificación: 02 de Agosto 2018, 15:44hs
Carlos Robledo Puch, vida y obra de un asesino
Carlos Robledo Puch, vida y obra de un asesino

"Aunque muera, vivirá"

La primera vez que Carlos Eduardo Robledo Puch conoció la muerte fue cuando se cayó de la bicicleta a los ocho años y terminó sobre las vías del tren. La máquina se detuvo a centímetros de sus pies. Es muy feo morir, pensó. Cuando tenía 14, murió su abuelo y lo llevaron a la ceremonia de cremación. Le encantó todo el “espectáculo". Era el abuelo cuyos restos se consumían a 800 grados centígrados, el que cuando vivía le insistía que estudiase la carrera de Ingeniería.
Ahora, Carlitos miraba ensimismado cómo las llamas se llevaban los deseos del viejo junto con el féretro. Su abuelo había muerto. No era el crujir de la madera envuelta por el fuego, no eran las lágrimas de sus papás ni el recuerdo de su abuelo que ya no se renovaría lo que lo tenía cautivado. Era la muerte, la muerte, eso es. Su mamá, muy lejos de intuir los sentimientos de su hijo se acercó para consolarlo, para hablarle de que el abuelo ahora estaría mejor y le recordó, para confortarlo, lo que había dicho Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí -¡hijo mio!- aunque muera, vivirá”. Era todo lo que a Carlitos le hacía falta escuchar. Seguía maravillado.

“El que muera, vivirá”. ¡Qué gran concepto!

Aunque más tarde en su vida Carlitos diría que su madre era una pegajosa que estaba siempre encima suyo, lo cierto es que no le dedicaba mucho tiempo pues siempre tenía algo mejor que hacer antes que ocuparse de su hijo. Su papá, un técnico mecánico nacido en Salta, se la pasaba de viaje en viaje como supervisor de servicios de la General Motors. Carlitos había nacido el 22 de enero de 1952. Lo habían dejado dormir con ellos hasta los tres años. Aún bebé, no era el preferido de papá ni el nene de mamá. Era uno más de la casa.

Carlitos, las pelotas

Ahora ya más grande, bueno, cada uno tenía sus quehaceres. Carlitos era un buen chico. Fue a la primaria en el Adolfo Alsina de Florida. Repitió el primer grado. "¿Qué pasa, Carlitos?" ¡¡¡¡¡Uuuuuuhhh, cómo odiaba que le dijeran Carlitos!!!!! "¡Carlitos, las pelotas!" Había dejado de ser un nene que dormía con sus papás, bah, con su mamá porque el viejo dormía más en hoteles de provincia que en su casa. "¡Qué Carlitos ni ocho cuarto!".
Luego, le lloverían otros apelativos pues fue uno de los tantos “ángeles de la muerte” que ha conocido la Argentina, también fue el Ángel Rubio, el Colorado, el Asesino Cobarde, Muñeco Maldito, Chacal, Bestia Humana, pero siempre Carlitos.
A los 13 años, de la primaria lo mandaron de vuelta a su casa porque le robaba los útiles a sus compañeros. Los padres estaban como anestesiados con Carlitos. Es un buen chico, repetía su mamá, Josefa Aída Habedank, nacida en Alemania, y su padre Víctor Elías Robledo Puch. Ninguno veía motivos para preocuparse. Son travesuras. Carlitos repitió el primer año en el industrial de San Fernando y después lo echaron del Don Orione porque lo pescaron robando 1500 pesos de la secretaría. ¿Qué harían con Carlitos? Su padre no entendía cómo se había vuelta así, así de extraño su hijo.

La joyita de la familia

Carlitos sentía especial predilección por su abuela materna, pero la mujer le impuso condiciones para aceptarlo bajo su ala. Una era que estudiara alemán e inglés; otra que no faltara a las clases. Le empezó a tomar el gustito al piano y ejecutaba clásicos alemanes para deleite de su abuela y de los amigos de su abuela, que lo mostraba como la joyita de la familia. Sin embargo, se pegaba un baño de barrio y lodo cuando iba a jugar a la pelota con sus amigos. Por ese entonces, los suyos compraron una casita en Borges 1856, en Vicente López, y Carlitos, como era el deseo de su padre, entró en el colegio industrial. A él, le gustan las máquinas, las motos y los autos pero no la ingeniería. La relación con su papá se volvió traumática. Víctor empezó a preguntarle dónde iba de noche, con quiénes andaba. Carlitos se la aguantó. Su papá lo inscribió en el Colegio Cervantes, de Florida. Hasta tomó un curso de radio y televisión.

Caso Robledo Puch: uno por uno, los sangrientos detalles de los crímenes de "El Ángel Negro"

En esa misma época, decidió abandonar la barra que se reunía en el bar “La Perla” porque todos los pibes le parecían unos “giles”. Así, de buenas a primeras. Autos y motos eran lo que él más quería. Pero no tenía un peso partido al medio. La situación económica de los padres no era mala pero no eran ricos para regalarle un auto a su hijo.
Él quería ser millonario, tener plata en el bolsillo que era lo que lo hacía sentir bien y cuanto más sobresalía el fajo de billetes de su bolsillo, mejor.
El estudio le parecía una pérdida de tiempo. Encima, con los compañeros estúpidos que tenía… Menos ese tal Jorge Antonio Ibáñez, él era el único con el que se podía hablar, que también iba al Cervantes de Florida. Un tipo rápido y despierto ese Ibáñez, que era dos años menor que Robledo, apenas 15 años, y ya desafiaba a los maestros y se bancaba la que viniera. Robledo comenzó a seguirlo, a imitarlo, y “Queque”, como le decían a Ibáñez, le llenaba la cabeza con eso de que él, Carlitos, debía endurecerse, ser un tipo de hierro. El padre de “Queque” era un tipo duro, se las había visto con la Policía por robos.
Fue poco después que el Colorado decidió irse de su casa. Ya era lo bastante grande para defenderse solo. Su padre lo persiguió unas cuadras, porque no se marchó sin una discusión, y una vez que le puso la mano en el hombro le pegó una bofetada. Carlitos volvió a su casa pero desde ese momento su padre ya no significó nada. Josefa Aída estaba cansada de los disgustos de su hijo. Se deprimió y decidió viajar en barco hacia su tierra, Alemania, para descansar y olvidarse de Carlitos por un tiempo. Víctor, por su parte, continuaba viajando de aquí para allá y Carlitos tenía toda la casa para él, pero la abandonó finalmente. “A los 20 años, no se puede andar sin coche y sin plata”, solía repetirle a Ibáñez. Estaba a punto de cumplir 19 años.



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Fuera de la ley


22/03/2019 22:49 
Clarín.comPoliciales
Actualizado al 22/03/2019 22:49

Rolando Barbano

Los inquietantes diálogos de Robledo Puch con Osvaldo Raffo
En 1980, el mayor asesino de la historia fue examinado por el perito más famoso de la Argentina. Aquí, sus conversaciones y las conclusiones del forense.

-Estamos pisando terreno jurídico, doctor.

La conversación volvía a merodear aquello que tanto obsesionaba a ambos. La muerte violenta estaba ahí, buscando ser explicada, sobrevolando el guanteo entre el que la quería diseccionar y el que la intentaba silenciar. Cada vez que llegaban hasta ella, el interrogado abandonaba lo que su interlocutor definiría como la “continuidad alerta y tranquila” de su relato.

-Estamos pisando terreno jurídico, doctor.

Allí, en aquella sala de los Tribunales de San Isidro, se encontrarían una decena de veces. De un lado, el forense más importante de la historia argentina, Osvaldo Raffo. Del otro, el asesino más prolífico que se haya probado jamás, Carlos Eduardo Robledo Puch.

Al médico le habían dado la misión de determinar si el acusado era imputable, algo que estaba en discusión desde el mismo momento en el que la cuenta de homicidios había llegado a 12. Al “Ángel de la Muerte”, en tanto, sólo le importaba impresionarlo como “un hombre culto, bien hablado y superior” al resto de la humanidad.

Algo de eso lograría.

El resultado de aquellos encuentros fue un informe que sobrevivirá por siempre a su autor, muerto esta semana por decisión propia en su casa de Villa Ballester. Lo escribió en 1980, poco antes del juicio contra Robledo Puch, y es el retrato más íntimo que se haya hecho de ambos. Contiene, además, un mensaje perpetuo.

Raffo tenía 50 años, era docente de Medicina Legal en la UBA y en la Escuela de Policía de la Bonaerense. Aún no era un mito, pero estaba en camino. Robledo Puch tenía 27 y llevaba ocho en prisión. Aún no estaba sentenciado, pero todavía nadie sabía explicarlo.

“Saluda correctamente y se esfuerza por parecer cortés y educado”, describiría Raffo su contacto inicial. “La mímica es exagerada, amanerada. Sonríe por motivos fútiles prolongadamente y con cierta tendencia a la estereotipia motriz. Esta sonrisa da a su rostro cierta impresión de cinismo. La misma afectación de maneras se nota en el lenguaje, en las inflexiones de la voz, en los giros idiomáticos y en ciertas expresiones muy particulares suyas”, escribiría el perito.

-No vengo a empaquetarlo, doctor. Vengo a decir la verdad, insistía Robledo, tratando de manipular a quien trataba de manipularlo para que se desnudara del todo.

Robledo hablaría mucho. Hasta de su familia, a la que describía con cierta nostalgia.

-Mi padre es callado, pero comparte todo con la familia. Nunca se me ocurrió preguntarle cuánto ganaba, pero ganaba bien, no nos faltaba nada. En todos los lugares en que ha trabajado lo quieren, aseguraba, ante la mirada inquisitiva de Raffo. -Si no me cree, pregunte en la General Motors. No tiene vicios: fuma pero no bebe, no le gusta el juego ni la noche… Su madre parecía algo aún más lejano.

-Es buena y comprensiva, con ella me llevaba bien. Me cuidaba pero no me sobreprotegía… No quiero que venga al juicio oral porque es hipersensible, quiero que esté mi padre porque él es carne de mi carne y tiene que estar. Tiene que estar.

Hijo único, Robledo Puch nunca había pasado sobresaltos económicos. “No tuvo apremios económicos de importancia, reveses de fortuna, abandono del hogar, falta de trabajo, desgracias personales, enfermedades, conflictos afectivos, hacinamiento ni promiscuidad”, señalaría el perito, como para dejar en claro que nada ajeno a su voluntad lo había empujado al delito.

A Raffo le contaría que había dormido en la cama de sus padres hasta cumplir los tres años, que siempre lo habían tratado bien y que no tenía reproches hacia ellos.

-¿Qué episodio de su infancia recuerda más nítidamente?

-Fue cuando andando en bicicleta casi me mata un tranvía. ¿Usted sabe lo que se siente cuando el tranvía le frena a medio metro?

Sus conflictos en casa habían empezado en su adolescencia. A los 15 años había dejado el hogar -“en busca de la libertad”, aclararía a Raffo- para irse a vivir con un amigo.

-Yo me llevaba bien con mis padres, pero no había comunicación porque yo me ausentaba mucho. A los 18 años les pedí que me dejaran hacer mi vida. Y me impuse.

Para aquella época, 1970, fue cuando empezó a cometer sus robos más importantes. Fue, también, cuando empezó a matar.

-La primera vez que mi padre se enteró de que había robado me habló mucho, se enojó, pero no me levantó la mano. Yo le hice caso por un tiempo.

Aquel año, Robledo vivió en hoteles de Constitución y anduvo por el interior de la Provincia, siempre acompañado por algún cómplice.

-Soy un tipo aislado y de pocos amigos, me juntaba si tenían motos… Pero tuve amigos… bueno, en realidad, no, amigos- amigos, no. Tuve compinches, recordó.

Se refería, quizás, a los dos cómplices a los que terminaría asesinando, Jorge Ibáñez y Héctor Somoza.

A los 18 años empezó a considerarse “adulto”, a irse de su casa “para conocer”.

-Soy aventurero. Me mantenía porque trabajaba y robaba, le confesó a Raffo. -Yo entiendo mucho de motos, no necesito preguntarle a nadie, yo las preparaba y las mandaba a la rectificadora, explicó su trabajo. -Yo robaba para comprar los repuestos, ropa y lo que quería. Ya en el colegio me entretenía en sacarle cosas a mis compañeros...

A los 17 años había caído preso por primera vez, justamente por robar una moto, y lo habían alojado en el Instituto Bonanza (de La Plata). Pero había salido al cumplir los 18.

-Yo era chico y no era responsable. Pero yo tenía que comprarme cosas. No era por necesidad, pero tenía que esperar para pedirle a mis padres y yo no podía esperar… yo robaba por travesura, por diversión.

-¿Qué hizo con lo que robaba?

-Lo regalé, lo vendí, lo usé. Hice de todo, no recuerdo.

“A veces responde rápidamente, en forma casi explosiva y otras, en cambio, demora la respuesta como si la meditara, dando la sensación de que intenta confundir o sugerir algo al observador”, anotaría Raffo, antes de volver a preguntarle si reconocía haber matado.

-Ya entramos en terreno jurídico y eso no corresponde a la pericia médica, lo frenó otra vez Robledo.

“Al abordar este tema, se torna agresivo”, escribiría Raffo.

-Mi causa es grave, muy grave. Se me imputan doce homicidios y treinta y cuatro hechos delictivos. Me hice cargo de los robos, yo de los homicidios no voy a hablar.

Al menos de forma oficial, Robledo nunca abandonaría su versión: que él robaba pero que quienes mataban eran sus cómplices, ya imposibilitados de forma permanente de desmentirlo. “Cuando cree que las incidencias del interrogatorio no lo favorecen, adopta rápidamente una actitud de aparente amabilidad, complacencia y simpatía. La voluntad es firme y decidida, tiene amplio dominio sobre sí mismo”, señalaría el perito frente a sus reacciones.

-Disculpemé, doctor, no vengo a fingir, y por eso me exaspero. Vine a decir la verdad.

“Robledo Puch no despierta en el interlocutor ni odio ni afecto. Parece un sujeto que vive como un extraño dentro de la sociedad, como si perteneciera a otro mundo”, lo definiría Raffo, quizás en la más personal de sus apreciaciones. “En él cae bien aplicar la frase atribuida a (Kurt) Schneider, que utiliza para describir a los sujetos de personalidad esquizoide: ‘Hay como un cristal entre los demás hombres y yo’”.

El diagnóstico de Raffo sería clave para que Robledo Puch fuera considerado “imputable” y pudieran juzgarlo y condenarlo a la pena que aún cumple, la reclusión perpetua.

“No se cree loco, ni cree haberlo estado nunca. Discurre perfectamente entre lo bueno y lo malo, y entre lo lícito y lo ilícito. Nuestro hombre presenta estigmas del temperamento paranoide y perverso. Es desconfiado, egocentrista, orgulloso e inadaptado”, lo pintaría. Es un “perverso instintivo”, agregaría. “Ha cometido multiplicidad de delitos graves, muchos de ellos en condiciones de excepcional sufrimiento para las víctimas, y no ha mostrado arrepentimiento alguno”, informaría. “Un psicópata es, simplemente, un hombre así. Hace sufrir a los demás y personalmente no padece absolutamente nada. Él se mimetiza, no se adapta”, sentenciaría.

“No ha colaborado para explicar los homicidios que se le imputan. Nunca ha dicho que los homicidios no han ocurrido, que no son ciertos, o que los rechaza por considerarlos extraños a su personalidad. Él se limita a bloquear toda pregunta utilizando siempre la misma frase”.

-Estamos pisando terreno jurídico, doctor.

Terminado el último de sus encuentros, ya fuera de registro, antes de retirarse Raffo le preguntó a Robledo Puch si podía revelarle la verdad sobre los homicidios.

-Fueron 30, doctor, le confesó el asesino, según recuerda hoy uno de los amigos más cercanos que tuvo Raffo, el también perito Raúl Torre.

Ante la Justicia Robledo mantuvo su palabra: nunca dijo nada de eso. Sólo le probaron once asesinatos y un intento. Alcanzaron para retenerlo en prisión hasta esta semana, cuando el forense que tan bien lo retrató cerró su vida.



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03 de septiembre de 2018

Ser el padre de Robledo Puch

Por Rodolfo Braceli

El día que conocí al padre de Robledo Puch traicioné mi oficio de periodista. Fue hace 46 años, y necesito confesarlo. Inevitable la autorreferencia.

Eyectado de mi Mendoza natal, caí en la revista Gente, es decir: 400 mil ejemplares de tiraje. El “caso” Robledo Puch estalló y fue el “fenómeno” Robledo Puch. El rostro del muchachito serial reemplazó en las tapas a los organismos de mujeres desabrigadas. Faltaban cuatro años para que, a partir de ese 1976, el periodismo de esta patria idolatrada asumiera, complaciente y cómplice, el limbo del infierno: violaciones de vidas y de muertes; afano de criaturas desde la placenta. Y Susana Giménez ya era Su. Y don Borges cada día escribía mejor y nos preguntaba: “Este muchacho Sabato, ¿sigue sufriendo tanto?”

Murió Máximo Ravenna | El nutricionista de los famosos tenía 73 años
El “fenómeno Robledo” no inquietaba, fascinaba. El periodismo se herniaba buscando nuevos ángulos para abordar el enigma de ese jovencito: revoleábamos interpretaciones de psicólogos, grafólogos, astrólogos, sociólogos. Yo propuse entrevistar al padre de Robledo. Metele, me dijeron. Con el fotógrafo Gianni Mestichelli teníamos auto con chofer día y noche. Entusiasmado por la “nota diferente”, salí en busca del padre del precoz asesino numeroso. Que Dios me perdone (si es que existe).

¿Cómo me sembré para desembocar en la entrevista? Robledo Puch, con 20 años, estaba en un podio atroz por los 11 humanos que desgajó en 9 meses. Era el año 1972 después de Cristo; desde entonces, su cárcel a perpetuidad.

Asistí a reconstrucciones de sus asesinatos. Confieso: nunca pude sustraerme del magnetismo de aquel adolescente altivo: economía gestual, andar relajado, ni un rastro de pesadumbre. Accionaba como un actor que encarna a un asesino. Miraba a su entorno con desgano, en diagonal, sin tomarse la molestia de girar el cuello. Estaba como adentro de una película, y cautivaba con su gélido cinismo. Tenía carisma, destino de afiche. Solía alardear de su capacidad felina. Subido a un techo con claraboya, a cinco metros de altura, para el descenso los custodios pidieron escalera. Él desafió: “No quiero escalera. Gato salta, y esposado”.

El Angel Negro fascinaba en aquel presente. El juez Víctor Sasson, que siguió el caso en la primera etapa, un día me invitó a su casa; en el living proyectó registros en 16 milímetros: mostraban al precoz asesino reconstruyendo sus “hazañas”. Recuerdo un pasaje: viene Robledo caminando, esposado; desde la vereda de enfrente decenas de curiosos lo insultan; él, sordo a todo. Ese día como espectador se sumó un hijo del juez, tendría unos doce años. El doctor Sasson susurrando me dijo: “No me lo va negar: mi pibe ya es el retrato de Robledo Puch”.

Algo más: una asistenta social me compartió este diálogo con el muchacho que algunos medios nombraban el Chacal:

–¿Te das cuenta? Sos asesino. ¿Te duele haber hecho lo que hiciste?

–No me duele.

–Carlos, en las noches, ¿sentís remordimiento, culpa?

–¿Qué culpa tengo de haber nacido asesino? Vaya, pregúntele a mi mamá y a mi papá.

–Decime, ¿qué sentís por tu mamá y por tu papá?

–Mi papá es un hombre bueno.

–¿Y tu mamá?

–Mi papá es un hombre bueno, le dije.

–Carlos, me decís que no tenés culpa. Sabrás que nadie nace asesino o santo. Para eso tenemos la voluntad, y podemos elegir.

–Bueno, yo no tengo voluntad. ¿Qué culpa tengo de no tener voluntad?

Este es el diálogo que me empujó a conocer al papá de Robledo Puch. Los compañeros de trabajo coincidían: era un hombre manso, bondadoso, ejemplar. Las simpatías no eran tantas con la madre.

Era el mediodía de un domingo cuando fui a buscarlo a una casa de la calle Acacias, en Villa Adelina, provincia de Buenos Aires. Me atendió la abuela. Me dijo que el padre de Robledo estaba en Corrientes, “en un viaje de trabajo. Catorce días”. Le creí. A las dos semanas volví, insistí con el timbre; no salió nadie, pero se notaba gente en el interior. Me fui, volví a media tarde.

Timbre, y nada.

Ya poseído por la impiadosa pérdida de conciencia que ocasiona la sed periodística, volví al otro día; yo debía conseguir a ese padre. Empecé a buscarlo desde la obsesión, mientras anidaba un interrogante: ¿Cómo un hombre puede soportar el dolor de que su hijo haya matado, fríamente, a una por una, a 11 personas?

Seguí pulsando el timbre de la casa señalada, a cualquier hora. A veces se asomaba la abuela, mujer de monosílabos rotundos... Los días pasaban, y la vida. Era un lunes, alrededor de las 8;  y se abrió la puerta cuando yo me aprestaba a timbrear. Salió un hombre. No podía no ser el padre de Robledo Puch. Salía como para ir al trabajo. No tenía modo de no verme. Vi a una persona de traje, recién afeitado, tristísimo. Tristísimo e indefenso. Nada hizo para eludirme, nada. Su mirada resbaló sobre mí. En esa mirada no encontré fastidio, ni sorpresa, sólo desolación. El hombre estaba como desplomado adentro de sí mismo... Le dije buen día, nada menos. No me contestó. Mudos, seguimos mirándonos. Lo nombré por su apellido. En voz baja me dijo: “Olvide mi nombre, estoy en este mundo pero ya no existo...” Seguimos ahí, quietos. De pronto, neutro, el padre de Robledo Puch pronunció “gracias”. Y empezó a alejarse por la vereda. Unos veinte metros y se detuvo en seco. Pero no se dio vuelta. Después de la eternidad de unos segundos, siguió caminando, despacio. Al llegar a la esquina se subió a su auto. Lo puso en marcha y partió, lentamente. El fotógrafo estaba cerca, algo intuyó: “¿Y el tipo ése?”. “Un vecino” –le dije.

Todo lo que pude hacer por este hombre es no escribir jamás su nombre en una nota periodística. Para no avivar la desenfrenada curiosidad de esos días... De aquella ráfaga me quedó la imagen de su nuca flaca. En plena vereda, tan desguarnecido, ese hombre se desgarraba como se desgarran las madres, al parir. Pero su parto de padre-madre era sólo de dolor, sin gloria, sin redención. De dolor irreparable, para siempre.

(Al volver a la redacción mentí: “El padre del Robledo se fue a Corrientes, por un año.”)

Posdata

En la noche del día de mi traición al periodismo me permití imaginar, y lo escuché a ese padre: ¿gemía? ¿rezaba? 

–Ay, hijo, sale tu foto en los diarios... dicen cosas espantosas... Yo también te parí. Ahora sé que nunca más podré asomarme a tu cama, ¿cómo saber si estás respirando?

Estás solo, como nadie en la tierra. Estoy solo, como nadie en la tierra.

En esta y en todas las noches de la vida, estaremos solos, hijito.




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A 66 años del “milagroso” nacimiento de Robledo Puch: la historia oculta del hijo deseado

autor
Por Rodolfo Palacios
19 de Enero de 2018

Si su hijo no hubiese nacido, la historia de Aída Habedank y Víctor Robledo Puch podría contarse en pocas palabras. Ella, ama de casa, química, profesora de inglés y descendiente de alemanes. El, hijo de españoles, inspector de agencias de autos. Se conocieron cuando tenían 28 años: se casaron y fueron a vivir a una casa tipo chorizo de la calle Laprida 1569, en Florida, partido de Vicente López. Ella soñaba con ser madre, pero él dudaba: decía que no era el momento. Ella le recriminaba que se lo pasaba trabajando.

—No voy a pasar por esta vida sin haber tenido un hijo —le dijo Aída a su esposo, después de que él llegara de un largo viaje por el norte del país.

Víctor la entendió. Buscaron ser padres durante dos años, pero los intentos fracasaron. Eso los hizo pensar que no podían tener hijos. Aída rezó con fervor en la parroquia San Isidro Labrador, donde se había casado. Siempre creyó que esas plegarias dieron más resultados que el tratamiento que le había dado su médico.

Fue así que el 19 de enero de 1952, hace hoy 66 años, nació Carlos Eduardo Robledo Puch, el llamado ángel negro que en 1972 mató a once personas por la espalda o mientras dormían. Está preso desde entonces.

Decirlo ahora, con el diario del lunes, resulta sencillo: si el tratamiento al que se sometió Aída no hubiese resultado, el mayor asesino civil de la historia criminal argentina no habría existido.

"Fue un milagro", dijo Aída cuando quedó embarazada. Su marido era puntilloso y obsesivo. Llevaba un diario de su vida. El 19 de enero de 1952, anotó: "Nació mi hijo Carlos Eduardo. Es hermoso. Todos dicen que se parece a su madre".

Carlitos, como lo llamaban sus familiares, durmió en la pieza de sus padres hasta los tres años. Era pelirrojo y pálido como su madre. Pasaba la mayor parte del día con ella y con su abuela materna Josefa, que le enseñaron a hablar mientras acariciaba los crisantemos, las orquídeas y los jazmines del jardín.

"Así aprendió a pronunciar las primeras palabras —contaría tiempo después su madre Aída a la revista Gente—. Mi ilusión era tener ese hijo y al tenerlo toqué el cielo con las manos. La educación que le dimos fue rígida porque nuestras raíces son alemanas. Nunca tuve problemas con él: comía bien, dormía mejor y era un hermoso bebé." Nunca le levantaron la mano: bastaba con un grito seco, del estilo militar, para que el chico se portara bien.

Cuando su hijo fue detenido por los once crímenes, Aída y Víctor casi no podían salir de su casa. Recibían amenazas. Una de ellas decías: "Merecen la pena capital por haber engendrado al diablo".

Los dos murieron y Robledo Puch se quedó sin familiares. No recibe visitas y es probable que nadie lo haya saludado hoy en Sierra Chica, donde está detenido.

El 19 de enero de 2009 lo visité en esa prisión. Fui el único invitado al cumpleaños del criminal más famoso de la historia argentina. Robledo Puch cumplía 57 años y yo estuve ahí, con una bolsa, un libro envuelto en papel de regalo (por carta me pidió que le regalara algo) y una torta con crema que se derretía por el calor y por la demora de un guardia en abrir un candado.

Mientras esperé a Robledo, apareció el Tumba, el asesino de dos policías que siempre me hablaba cuando entraba en la cárcel. Una vez más, proclamó su inocencia y dijo que saldrá libre antes de lo pensado. Me preguntó qué llevaba en la bolsa. "Una torta", le respondí. Y fue a avisarle a Robledo que lo esperaba. Diez minutos después, a lo lejos, lo vi venir. Estaba con pelo. Canoso, parecía otro hombre. Tenía un aire al actor Norman Briski. Vestía una musculosa blanca y pantalones cortos. Lo saludé y le regalé el libro La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, y una camiseta de River, su equipo favorito. Sonrió y agradeció emocionado. Dijo que esa noche empezaría a leer el libro. Se probó la camiseta, se besó el escudo de su equipo y dijo: "Hace rato que no juego al fútbol. Me gustaba ir al arco. Mis ídolos son el Beto Alonso y Amadeo Carrizo". La torta chorreaba un líquido extraño y pegajoso. La había en la panadería de enfrente, la única que hay en Sierra Chica. Robledo tenía una teoría:

—Ahí pichicatean la masa con una falopa rara. Siempre que como esas facturas que me traes, me agarra una cagadera terrible. Se las termino regalando a un paria del pabellón 7. Las come rancias. Es un tipo que está muerto de hambre: sería capaz de comer una rata.

Le sugerí que guardara la torta para comerla con su amigo Caballo. Estuvo de acuerdo. Mientras, tomamos un café batido y comimos medialunas. Esta fecha especial en que —salvo yo— nadie recordó su cumpleaños, le trajo recuerdos.

—Para mis cumpleaños recibía regalitos de mi mamá. Eran sencillitos: soquetes, calzoncillos, una remera o una camisa; cosas así. Pero no tengo un recuerdo especial de mis cumpleaños, salvo haberlos pasado con mis padres, juntos en familia. Era muy zonzo. No pedía cosas. Me conformaba con lo que me regalaban. Los dos regalos más lindos que recibí en mi vida fueron un triciclo y un camión cisterna de juguete que me dieron para Reyes. También me acuerdo del camión de bomberos marca Bichi, a fricción, el patrullero azul de hojalata hecho por los japoneses, que después de perder la guerra inundaron el mundo con sus juguetes. Me acabo de acordar de un tractor Fiat anaranjado de chapa, bien argentino. Era una réplica de los originales.

—¿Alguna vez fue feliz?

—Soy feliz cuando River sale campeón. Tal vez no haya conocido la felicidad. Ni de niño, ni de joven, ni de viejo. No he vivido nada.

—¿Qué imagen cree que la gente tiene de usted?

—La de un asesino. Si la prensa le dijo eso.

—¿Sabía que hay una banda de música que se llama La Robledo Puch y que hay un grupo folclórico que hizo una canción en su nombre?

—Viven de mi fama. Que hagan lo que quieran.

La visita no duró más de dos horas. En un momento, Robledo se puso de mal humor. La noche anterior había visto en televisión un programa viejo de "Todo por dos pesos". Dijo que uno de sus conductores, Diego Capusotto, anunció lo que tendrían para el próximo programa. Robledo se paró y empezó a bailar como bailaba Capusotto. De izquierda a derecha. Hizo tres pasos hacia la izquierda y tres pasos hacia la derecha. Sus movimientos eran rápidos y torpes. Levantaba los brazos y los movía hacia los costados. Mientras bailaba con los ojos abiertos de par en par, dijo:

—Y en una parte, el demente este de Capusotto gritó: "¡Prepárense para la próxima semana porque presentaremos en exclusiva el musical de Robledo Puch!". Lo dijo y se recontracagó de risa. No dejaba de bailar como ahora bailo yo. ¡Está loco este tipo! ¡¿Por qué mierda me tiene que tomar el pelo?! Lo peor es que todos los que estaban en la tribuna se reían, bailaban y tiraban papelitos. Con gente así, este país se va hundir.

La escena era absurda. Robledo en musculosa, pantalón corto (sus piernas eran flaquísimas, como las de un adolescente esmirriado) y haciendo un pasito cómico. Pero su cara transmitía furia. Contuve la risa como pude.

Cuando el caso salió a la luz, en 1972, no sólo eran consultados detectives, criminalistas y médicos. La revista Así dedicó más de media página a la opinión de un astrólogo que se hacía llamar "Cariño". Este hombre calvo y de lentes, que aparecía en una foto viendo una imagen de Robledo con una lupa del estilo Sherlock Holmes, se basó en la fecha de nacimiento del "pequeño mozalbete" (como lo llamó en la entrevista) para concluir que los nacidos el 19 de enero de 1952 tuvieron vidas adversas por la infausta oposición de los planetas Saturno y Urano.

"Ni más ni menos puedo decir que esos son planetas maléficos —analizó— que influyeron en las acciones de esta bestia humana cebada en sangre, cuyo signo Capricornio sufrió una convulsión espiritual. Las fotos lo muestran cínico, mentiroso, cobarde, con una cabeza pletórica de fantasías. Vive en el mundo del mal. Cuando vuelva a la realidad podrá comprender su drama y tratará de despojarse de ese espíritu maligno que lo aprisiona y gobierna su mente. Entonces buscará la libertad y en esa búsqueda quedará loco. Es más: si persiste su lucidez, luego de su liberación mental, él mismo se quitará la vida".

Pero hasta ahora, el asesino sigue vivo. Es la leyenda negra viviente del crimen. Este año se estrenará la película sobre su carrera criminal, producida por Sebastián Ortega y dirigida por su hermano Luis. Mientras tanto, espera poder salir de la cárcel, su casa eterna. Allí donde volverá a pasar otro cumpleaños, solo y maldito.




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El Asesison que no quiere quedar libre.


26/05/2004 0:00 
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Actualizado al 24/02/2017 12:50
Algunos dicen que está enamorado. Que convive con su pareja en el penal de Sierra Chica y que no quiere abandonarlo. Otros aseguran que, después de haber pasado tantos más años de su vida adentro que afuera, ahora tiene miedo de salir a la calle y enfrentar un mundo que desconoce. Carlos Eduardo Robledo Puch es el mayor asesino de la historia argentina y ya superó en casi cuatro años el período mínimo de reclusión para dejar la cárcel. Pero sigue preso por un motivo simple: no quiere pedir su libertad.

Condenado a reclusión perpetua, más la pena accesoria de reclusión por tiempo indeterminado —el castigo más duro previsto por la ley argentina—, Robledo Puch está preso desde 1972, desde que tenía 20 años y unos rulos colorados de marca ingenua. Hoy parece encarnar el fracaso más flagrante del sistema penitenciario en su misión de resocializar personas: aquel chico que mataba se transformó, dentro de la prisión, en un hombre con frecuentes brotes psicóticos que se cree un enviado de Dios para predicar el Evangelio y no demuestra interés en ser libre.

A Robledo lo juzgaron en 1980, cuando ya usaba gomina formal y cortés. Lo encontraron culpable de 10 homicidios calificados, 1 homicidio simple, una tentativa de homicidio, 17 robos, una violación, una tentativa de violación, un abuso deshonesto y dos raptos, además de dos hurtos. La lista más larga de delitos graves imputados a una sola persona.

"Esto fue un circo romano. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos", fueron las últimas palabras de Robledo ante los jueces de la Sala 1 de la Cámara de Apelaciones de San Isidro, recuerdan todavía hoy en el tribunal. Poco después escuchó su sentencia a perpetuidad.

El fallo de los jueces no logró aclarar algo fundamental: por qué. Ni los robos que cometió —todos en la zona norte del conurbano, donde vivía— ni las víctimas indefensas que ejecutó —incluidos dos cómplices— tienen explicación. "Procede de un hogar legítimo y completo, ausente de circunstancias higiénicas y morales desfavorables", dice una pericia de 1980 agregada al expediente, al que Clarín tuvo acceso.

"Tampoco hubo apremios económicos de importancia, reveses de fortuna, abandono del hogar, falta de trabajo, desgracias personales, enfermedades, conflictos afectivos, hacinamiento o promiscuidad", indicó el perito, Osvaldo Raffo, con desconcierto. El propio Robledo Puch agregó más datos: "Yo me llevaba bien con mis padres. La primera vez que mi papá se enteró de que había robado me habló mucho, se enojó", le contó al analista. "Pero no me levantó la mano".

Hijo de una descendiente de alemanes, Josefa Aída Habendak, y de un técnico salteño de la General Motors, Víctor Robledo Puch, siempre se vanaglorió de la cultura que tenía. "Yo hablo alemán e inglés. Estudié piano siete años, pensaba dedicarme al jazz. Tuve que dejar porque me detuvieron", le dijo a aquel perito. Luego le mostró su visión política: "Me gusta la dictadura. Hace falta mano de hierro para encauzar un país".

Unos meses antes de esa entrevista, lo sacaron del penal de Olmos y lo trasladaron al de Sierra Chica, al pabellón 10, donde está ahora. Es el de "homosexuales pasivos", según lo define el Servicio Penitenciario Bonaerense, el lugar al que él mismo pidió ser llevado en un escrito de 1977.

Desde allí, a mediados de los 80, Robledo inició una campaña para salir en libertad. Sus primeros intentos fueron rechazados porque no había cumplido el plazo mínimo. Los resultados de las pericias psiquiátricas tampoco eran alentadores. La de 1987 fue contundente: "Dice que no trabaja (en el penal) porque se encuentra abocado a lo que él considera su 'tarea fundamental': la prédica del Evangelismo entre sus compañeros, credo al que se convirtió en 1985".

El perito agregó que Robledo "se rige por el principio de placer y busca lograr un estado de irresponsabilidad y de facilismo". Lo describió como una persona con "fantasías omnipotentes" que "presenta un papel mesiánico" y se siente "un Reformador de la Sociedad, un Conocedor de las Leyes de Dios, un Profeta o Elegido" (con mayúsculas en el original). En definitiva, alguien que sufre de "perturbación esquizoide" y se cree "libre de todo mal y toda culpa". Nadie se preocupó por prescribirle un tratamiento.

Para entonces, la visión que Robledo tenía de sus padres no era nada idealista. "Mi mamá me mimaba demasiado. Siempre estaba encima mío y yo saltaba como una cobra cuando lo hacía", le dijo al perito. "Ella me contaba que papá no cumplía ni con los deberes conyugales. Y que cuando volvía de trabajar tampoco venía a darme un beso a la cama porque no tenía tiempo". La mujer lo iba a visitar al presidio a pesar de que, desde la detención de su hijo, era maníaco depresiva y contaba con un intento de suicidio. Su marido la había dejado en 1986 y ya no iba al penal.

En noviembre de 1994 Robledo volvió a insistir con su libertad. No tuvo éxito: la Cámara de San Isidro le respondió que su cómputo de detención era de 20 años y 11 meses en prisión, por lo que debía esperar a llegar a los 30 exigidos por la ley. Ante esto, pidió un nuevo cálculo de condena. Tuvo más suerte, ya que le concedieron como cumplidos los 25 años al 12 de julio de 1995.

Con este cómputo, en julio de 2000 quedaba habilitado para acceder a la condicional. Pero cuando se cumplió el plazo, demostró que ya no le interesaba: no presentó ningún pedido para salir. Estaba ocupado en otras cosas.

A fines de 2001 tuvo un brote psicótico. Se disfrazó con unas antiparras y una capa y quemó un taller del penal asegurando ser Batman. Lo mandaron a la Unidad de Melchor Romero para una evaluación y tratamiento psiquiátrico. Allí se reencontró con su padre luego de siete años —hoy tiene 76 y lo visita en cada cumpleaños, la última vez el 18 de enero pasado; la madre murió— y se entrevistó con más peritos psicólogos.

Dos cosas, les dijo, lo mantienen "inquebrantable e incólume". Ambas son contradictorias. Habló de su deseo de "tener un hijo", pero confesó que "nunca mantuvo una relación amorosa con una mujer". Y juró que no quiere "morir en prisión", a pesar de que no presenta el pedido para ser excarcelado. Ahora está de vuelta en Sierra Chica, sin tratamiento psicológico, trabajando en el taller de carpintería. Su concepto es "bueno". Su conducta, "ejemplar (10)". Tiene 52 años y, tras 32 entre rejas, para lo único que parece haberlo preparado el sistema es para estar preso.


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