Jangaderos

"Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan
vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada
en formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga
que las retiene." (Horacio Quiroga)















¿En qué consistían las jangadas o balsas?

De acuerdo a los informantes, llegaban a la ciudad de Federación dos tipos diferentes de jangadas o balsas5. Una de ellas estaba constituida por madera de pino (Araucaria brasiliensis) que procedía de la zona sur de Brasil (por ej. Santa Catarina), aserrada en tablones de diferentes medidas; y la otra, constituida por rollos de maderas duras o semiduras como el cedro, petiribí, guayivira; que provenía principalmente de Argentina (provincia de Misiones) y de Paraguay.

En el primer caso -el caso del pino- al tratarse de una madera más liviana que flota, se preparaba una especie de catre. Cada catre traía aproximadamente 5000 pies de madera. Las tablas eran de diferentes tamaños y espesores y se las acumulaba hasta llegar a veces a los 4 o 5 metros de altura. Luego esos catres se alineaban formando la jangada, que podía alcanzar una extensión de unos 1000 a 2000 m y un volumen de 1 millón a 1 millón y medio de pies6.

Como el rollo era una madera pesada que no flotaba, se construían calcos para poder trasladarla por el río. Éstos consistían en “... una embarcación hecha de madera de pino, de pino hacían… este… hacían como un barco… era como un barco que lo clavaban y entraban los rollos adentro para que flotaran...” (Informante local, Nueva Federación, 2004)

En sus comienzos las maderas -tanto en tabla como en rollo- venían atadas con una especie de liana o enredadera muy resistente, llamada isipó, originaria de la selva brasileña o misionera. El alambre se comenzó a implementar más tarde, aunque según el testimonio de uno de los trabajadores, el uso de la enredadera continuó aplicándose para sujetar los rollos.

Los que transportaban las jangadas

Sobre la jangada se armaban 2 o 3 casillitas hechas de la misma madera, en donde vivían 4 a 5 personas durante la travesía, como nos comentó un informante:

“Venían…bueno…los capataces, los guías, los baqueanos…que se le llama, baqueanos de rió… los que conocían la profundidad del rió para poder viajar”.

A estos trabajadores se los denominaba jangaderos y eran los encargados de cuidar la madera que se transportaba, y ayudar a dirigir la jangada por los rápidos y saltos del río Uruguay que podían traer contratiempos sino se los cruzaban o encausaban correctamente. Para lograrlo, estas personas utilizaban normalmente 2 botadores (especie de remos) cuyos soportes se los colocaba en la punta de la balsa.

En general eran sólo varones lo que convivían arriba de la balsa, aunque en algunos casos los acompañaba algún familiar. También acostumbraban llevar consigo algunos animales chicos para comer, tales como gallinas; junto con los utensilios de cocina necesarios. Armaban el fogón sobre una especie de cuadrado o cerco que llenaban de arena, y la iluminación la adquirían mediante lámparas de querosén.

A las balsas siempre las acompañaban “...unas lanchas, lanchoncitos, tipo remolcadores pero en chico, nada más que para corregirla...” (Informante federaense). Estas lanchas también se encargaban de buscar provisiones en la costa para los jangaderos.

Para poder transportar la madera por el Río Uruguay, se debía esperar que estuviera crecido y alcanzara una buena profundidad. Como nos aclara un informante local:

“La piragua te voy a explicar...la piragua era unos cajones...ancho...como la calle por ejemplo viste...pero...(...)... cargado de madera dura...tablones de madera dura. Y eso...eso calaba, calaba como dos metros viste. Y a donde tocaba una piedra, se rompía...”.

En consecuencia, este tipo de trabajo no era continuo a lo largo del año, sino que se desarrollaba en períodos estacionales específicos “...empezaba mas o menos en septiembre la...visto, era cuando crecía el río, crecía el río...venían las balsas, ha visto. Aprovechaba septiembre, octubre...hasta octubre, fine de octubre...2 meses de crecidas” (trabajador federaense). En casos excepcionales, si el río crecía en invierno, también se aprovechaba para realizar los viajes.

La duración del traslado de la madera desde su punto de partida hasta su finalización también dependía de la variación del caudal del río. Cuando todo andaba bien duraban 2 meses aproximadamente, pero a veces se extendían hasta 6 meses o un año, debido a que la madera se atascaba en el camino. De acuerdo a los informantes, el tiempo desde el sur de Brasil hasta la Vieja Federación, generalmente variaba entre 3 y 6 meses.

El arribo de la jangada era un acontecimiento importante para la ciudad de Federación. El paisaje se modificaba...la costa se transformaba en cuadras y cuadras de madera...

Porque empezaba en la ciudad...iba costeando no cierto...después comenzaba a llegar a la zona de aserraderos...todo sobre la costa...el aserradero iba a parar sobre la costa. Así que...todo, todo junto estaba... (Viuda de un empresario maderero)

http://www.naya.org.ar/articulos/memoria%20e%20identidad.htm


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LOS PESCADORES DE VIGAS


Horacio Quiroga
http://lieber.com.ar/quiroga/lospescadoresdevigas.html


El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y
su fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.

Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la _Yerba Company_, donde
míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.

Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna,
contentándose con detener su caballo un poco al través delante del
chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída
de la noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de
whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo,
míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y
conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en
cuyo umbral apoyó el codo.

--Buenas noches, patrón ¡Linda música!

--Sí, linda--repuso míster Hall.

--¡Linda!--repitió el otro.--¡Cuánto ruido!

--Sí, mucho ruido--asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de
profundidad las observaciones de su visitante.

Candiyú admiraba los nuevos discos:

--¿Te costó mucho a usted, patrón?

--Costó... qué?

--Ese hablero... los mozos que cantan.

La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró.
El contador comercial surgía.

--¡Oh, cuesta mucho!... ¿Usted quiere comprar?

--Si usted querés venderme...--contestó llanamente Candiyú, convencido
de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía
mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a
fuerza de marchas metálicas.

--Vendo barato a usted... ¡cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista,
alternativamente:

--¡Mucha plata! No tengo.

--¿Usted qué tiene, entonces?

El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.

--¿Dónde usted vive?--prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a
desprenderse de su gramófono.

--En el puerto.

--¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?

--Así es.

--¿Y usted pesca vigas?

--A veces, alguna viguita sin dueño...

--¡Vendo por vigas!... Tres vigas aserradas. Yo mando carreta.
¿Conviene?

Candiyú se reía.

--No tengo ahora. Y esa... maquinaria, tiene mucha delicadeza?

--No; botón acá, y botón acá... yo enseño. ¿Cuándo tiene madera?

--Alguna creciente... Ahora debe venir una. ¿Y qué palo querés usted?

--Palo rosa. ¿Conviene?

--¡Hum!... No baja ese palo casi nunca... Mediante una creciente
grande, solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.

--Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?

El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena
esquivando la vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño
círculo de la precisión. En el fondo, y descontados el calor y el
whisky, el ciudadano inglés no hacía un mal negocio, cambiando un
perro gramófono por varias docenas de bellas tablas, mientras el
pescador de vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual
trabajo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera.

Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.

Candiyú vive en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su
hígado es aún capaz de combinar cualquier cosa después del último
ataque de fiebre, en diciembre pasado, debe vivir todavía unos meses
más. Pasa ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero
puesto. Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden
inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término en una
fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de
loro implume.

Pero en aquel tiempo Candiyú era otra cosa. Tenía entonces por oficio
honorable el cuidado de un bananal ajeno, y--poco menos lícito--el de
pescar vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan
vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada
en formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga
que las retiene. Candiyú era poseedor de un anteojo telescopado, y
pasaba las mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanquecina
de una viga, destacándose en el horizonte montuoso, lo lanzaba en su
chalana al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa
no es extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado
o halando de un pieza de 10 x 40, vale cualquier remolcador.

       *       *       *       *       *

Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Felicidad, las
lluvias habían comenzado después de setenta y cinco días de seca
absoluta que no dejó llanta en las alzaprimas. El haber realizable del
obraje consistía en ese momento en siete mil vigas--bastante más que
una fortuna. Pero como las dos toneladas de una viga, mientras no
están en el puerto, no pesan dos escrúpulos en caja, Castelhum y Cía.
distaban muchísimas leguas de estar contentos.

De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el
encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas; le respondieron que con
el dinero de la primera jangada a recibir le remitirían las mulas, y
el gerente contestó que con esa mulas anticipadas, les mandaría la
primer jangada.

No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vió el
stock de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú
al norte.

--¿Cuánto?--preguntó Castelhum a su encargado.

--Treinticinco mil pesos--repuso éste.

Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la
estación impropia.

Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su
caballo, Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado.
Señalando luego el torrente con un movimiento del capuchón:

--¿Las aguas llegarán a cubrir el salto?--preguntó a su compañero.

--Si llueve mucho, sí.

--¿Tiene todos los hombres en el obraje?

--Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.

--Bien--dijo Castelhum.--Creo que vamos a salir bien. Míster
Fernández: Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience
a arrimar todas las vigas aquí a la barranca. El arroyo está limpio,
según me dijo. Mañana de mañana bajo a Posadas, y desde entonces, con
el primer temporal que venga, eche los palos al arroyo. ¿Entiende? Una
buena lluvia.

El encargado lo miró abriendo cuanto pudo los ojos.

--La maroma va a ceder antes que lleguen cien vigas.

--Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos miles. Volvamos y
hablaremos más largo.

Fernández se encogió de hombros y silbó a los capataces.

En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los
peones tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo, la
cadena de vigas, y el tumbaje de palos comenzó en el campamento.
Castelhum bajó a Posadas sobre una agua de inundación que iba
corriendo nueve millas, y que al salir del Guayra se había alzado
siete metros la noche anterior.

Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó el diluvio, y
durante cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua. El
arroyo, venido a torrente, pasó a rugiente avalancha de agua ladrillo.
Los peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la
ropa pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada
esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa
viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en el agua, todos
los peones lanzaban su ¡a...ijú! de triunfo. Y luego, los esfuerzos
malgastados en el barro líquido, la zafadura de las palancas, las
costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.

Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito silencio
circunstante, se oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque
inmediato. Más sordo y más hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas
gotas, distanciadas y livianas, caían aún del cielo exhausto. Pero el
tiempo proseguía cargado, sin el más ligero soplo. Se respiraba agua,
y apenas los peones hubieron descansado un par de horas, la lluvia
recomenzó--la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El
trabajo urgía--los sueldos habían subido valientemente--y mientras el
temporal siguió, los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando
bajo el agua fría.

En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros
palos que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchas más; hasta
que al empuje incontrastable de las vigas que llegaban como catapultas
contra la maroma, el cable cedió.

       *       *       *       *       *

Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente
actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día
anterior--llevándose por lo demás su chalana--sería más allá de
Posadas, formidable inundación. Las maderas habían comenzado a
descender, pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran
cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente
sus fuerzas.

Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú
tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una
verdadera jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí.
Madera de lomo blanquecino, y perfectamente seca.

Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al encuentro de
la caza.

Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas
cosas antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego,
arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos.
Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes
ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos
conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez;
camalotes y espuma a discreción,--sin contar, claro está, las víboras.

Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las
necesarias para llegar a la presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso
al vivo la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo
derivar con ella oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los
árboles, pasaban sin cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su
presa, y comenzó entonces la lucha muda y sin tregua, echando
silenciosamente el alma a cada palada.

Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso
suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de
atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento, treinta años
de piraterías en río bajo o alto, deseando--además--ser dueño de un
gramófono.

La noche, negra, le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río,
a flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A
ambos lados pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre
ahogado tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó y vió que tenía
la garganta abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto,
las mismas que en las crecidas trepan por las ruedas de los vapores
hasta los camarotes.

El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero era
arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de
abordaje, y sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la
canal, que rasaba los peñascos del Teyucuaré. Durante diez minutos el
pescador de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como
piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal
en una creciente, con una viga a remolque. La guabiroba se estrelló
por fin contra las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú
quedaba la fuerza suficiente--y nada más,--para sujetar la soga y
desplomarse de boca.

Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de
tablas, y veinte segundos después,--ni más ni menos--entregó a Candiyú
el gramófono, incluso veinte discos.

La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor
que lanzó contra las vigas--y esto por bastante más de treinta
días--perdió muchas. Y si alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y
visita a míster Hall, admirará  sinceramente los muebles  del citado
contador, hechos de palo rosa.

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