martes, 29 de enero de 2013

Pescadores

Hace más de treinta años que no veo a G, mi amigo de adolescencia. Pero esta noche cálida me trajo de pronto un recuerdo que esperó muchos años por salir. El río se mecía en ondas suaves con la brisa del norte que nos acariciaba la cara, a un lado y a otro la ciudad ilumina los contornos de la costa que se funden en luces permanentes.

La luna apenas se insinúa refractada en las nubes finas que rayan el horizonte, se adivina que en cualquier momento van a correrse para dejarla pasar.

Aquella noche de verano pescábamos sentados sobre unos bloques enormes de escombros y gozábamos del cielo calmo con apenas unas pocas nubes finas que resplandecían preanunciando la salida de la luna. Compartíamos un cigarrillo y nos peguntábamos si el pique se auyentaría cuando aumente la luz y si valdría la pena quedarse más tarde.

G se había distanciado hacía poco de su novia de años, ella aprontaba un viaje a Europa con su familia, la decisión resultaba crucial y varios afectos se verían involucrados. Una partida de súbito ordenada por la urgencia no era fácil para nadie, trabajos abandonados, amores perdidos, amigos que quedan atrás. El dolor que apenas mitiga la necesidad de seguir vivos.

Acostumbrábamos desde hace meses sentarnos cerca de la desembocadura del arroyo, nos quedaba cómodo y apartado, encontramos un sitio tranquilo casi inaccesible para la gente entre grandes bloques de hormigón, hierros retorcidos y cascotes de demoliciones que nunca faltan en una gran ciudad. Creíamos que nos iba bien allí y se hizo rutina. Aunque no se puedan comer estos peces por la contaminación, el espíritu deportivo, la competencia y el silencio nos llevan siempre allí. Rara vez algún pez no volvía al río, cuando algún indigente nos lo pedía para cenar.

Pasábamos largos ratos en silencio allí el tiempo se detenía y no había prisa por sorprender o entretener. Cuando estábamos en barra con otros amigos nos encantaba bromear y tomar la voz de mando a los gritos pero acá G y yo encontrábamos otra forma de comunicarnos, nos tomábamos el tiempo necesario de cada uno para reflexionar no apurábamos jamás las ideas. La familia, las mujeres, la amistad misma eran motivo de análisis, allí no había a puro ni tabúes, ni miedos, ni pasiones solo un devenir en calma, una noche de sábado cada tanto como un oasis en el resto de nuestra vida citadina. Aquella vez llevábamos largos minutos callados, G se había sincerado por primera vez pensamos que el país y su situación política intervenía nuestras vidas, su novia se marchaba mañana y mi viejo había sido despedido de la fundición sin nada que reclamar porque la empresa cerró sus puertas sin más aviso que un letrero con un mensaje escueto pegado en la puerta. No supimos en ese momento qué pensar al respecto, desconocíamos el contexto y tal vez  en esa falta de palabras se ocultaba el sinsentido, la sinrazón que nos parecía todo esto, quedamos ambos con la cabeza baja viendo el agua golpear rítmicamente las piedras junto a nuestros pies o tratando de seguir la línea de la tanza que se perdía allá lejos como un camino ínfimo en la oscuridad hacia lo profundo. Sabíamos que el fondo era algo incierto, talvez se pudiera caminar hasta la mitad del rio o tal vez perderse en lo prfundo, ese misterio hace la río más interesante cavilaba y mientras miraba el agua correr lentamente me llamó la atención un objeto de forma bien definida cerca de la costa haciendo señales como un espejo que envía señales a distancia, blanqueado por  momentos y apagado en otros, alcancé apenas a señalarlo y mi compañero que adivinó mi gesto, estiró la red metiendo un pie en el agua y con una puteada por el traspié, levantó del río como una presa mansa un libro chorreando agua, manso, como un pez agotado de pelear o a la espera de una oportunidad, aparentemente nuevo, apelmasado, probablemente irreparable. Intenté abrirlo y varias hojas se rasgaron pero había una foto de una joven pareja sonriendo con el sol a sus espaldas al eventual fotógrafo con cierta complicidad feliz. La extraje con el mayor cuidado y salvo el agua no se había dañado.
Ya apenas caían algunas gotas de la imagen que devolví al interior de su estuche improvisado y mientras cerraba el libro sentía haber forzado una intimidad prohibida, indebida.

Habíamos entrado a un mundo ajeno de alguien que seguramente fue interrumpido sin quererlo, el libro no parecía basura, sino un instante capturado allá detrás en alguna parte, en alguna calle donde se congeló el tiempo sin haberlo planeado como a nosotros se nos congeló ese instante para siempre, nos miramos y no nos salía una palabra, ninguna idea, solo una intranquilidad que cruzamos en ese rastrillar de ojos del libro al río y del río al horizonte.

La ciudad a nuestras espaldas se oscurecía lentamente en la calma intranquila de la dictadura. Al frente por el horizonte de a poco surgía la luna redonda, amarilla, nueva. Silencio otra vez.

La luz de ese momento destellaba en nuestros ojos. Nadie dijo nada.


IXX (2012)