De cómo ser extranjero de sí mismo
Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder son dos escritores franceses que, además de ser amigos, han tenido una trayectoria vital parecida que se refleja en dos de sus novelas. Ambos, denuncian un mundo repleto de estupidez e hipocresía en donde el factor humano ha quedado apartado en beneficio del mercado y de la sociedad anclada en la cultura del éxito que fomenta unos valores tan absurdos como crueles.
Esta mañana, después de haber sostenido una deliciosa entrevista con Álvaro Espinosa, el cantante y guitarrista de Pink Tones —y que en breve aparecerá en nuestra Galería de Cronopios de Achtung!—, me he visto obligado a comer en un céntrico restaurante de la capital. Se trataba de uno de esos lugares destinados al consumo del oficinista de cierto fuste, con un menú del día caro, pero de calidad, y una potente carta.
Mientras saboreaba una excelente menestra, me veía rodeado por agresivos corporativistas, por profesionales curtidos y convencidos del lugar que ocupan en este mundo, y por peones del absurdo mundo laboral. No quiero dar una imagen punk ni parecer un antisistema, pero escuchando sus conversaciones y contemplando sus actitudes, me he sentido como los personajes protagonistas de Ampliación del campo de batalla y de 13, 99 Euros (ambas en Anagrama), novelas de los franceses Houellebecq y Beigbeder.
En Ampliación del campo de batalla, el protagonista es un informático que, harto de su trabajo, se revela contra el mundo de convenciones laborales y comportamientos ridículos. En cierto modo, se trata de un antihéroe que se plantea el tema de la existencia, más cerca de El Extranjero (Alianza) de Camus de lo que pueda parecer, para realizar un desolador retrato de nuestra sociedad de consumo: un campo de batalla en donde luchamos cada día, o tal vez agonizamos, para no ser vencidos.
Este protagonista es un trasunto del propio Houellebecq que también fue informático y naufraga en la depresión que le provoca la decadencia del sistema en el que vive. Todos, adopten el papel que adopten, son perdedores en este ecosistema de la estupidez, la mentira, la prostitución de los valores, el consumismo instantáneo y el hedonismo salvaje. Ante eso no se puede oponer nada más que cierto tipo de nihilismo hastiado, que sirve más de protección que de solución.
El problema de la alienación por culpa de la cultura del éxito, por el mercado laboral increíblemente deformado, es que genera extranjeros internos, hombres extraños de sí mismos (de nuevo la referencia con Camus), y extiende una densa capa de insensibilidad sobre las personas y sus actos. El hastío ante semejante situación provoca un rechazo automático por parte del clan, que ya no nos considera como uno de sus iguales.
Los personajes de Houellebecq, y no solo en esta novela, exhiben un poderoso agotamiento vital. Así me sentía yo, agotado, mientras comía mi menú en el restaurante y en la mesa de al lado se glosaban las virtudes y las diferencias entre llevar a cabo un viaje de negocios en primera clase de una aerolínea, o en la clase ejecutiva de otra, en donde los estigmas del éxito radicaban en las diferencias de las bandejitas de comida preparada y recalentada que servían al viajero, siempre en función de la butaca que ocupase; y en el consumo de alcohol, por supuesto.
Un par de lugares más allá, se representaba una de esas pantomimas diarias que discurren con tanta normalidad como impersonalidad, una comida de negocios perpetrada por comerciales de una firma junto al cliente a quién pretendían embaucar. Términos del mundo del marketing, expresiones impersonales y bobaliconas, trufaban mi entrecot como una guarnición perniciosa: allí se hablaba sin ningún sonrojo de clientes VIP, de cómo había que “ir a bloque con el producto”, y se masajeaban unos a otros con una fraseología tan vacía de contenido como repleta de intención.
Desde la mesa se desprendía que, ellos, pertenecían al mundo del éxito, de los que hacen algo útil y tremendamente importante, aunque hayan entregado sus vidas a una batalla gomosa y absurda, braceando en medio de un mar que no engarza dos orillas —como afirma Houellebecq en Ampliación del campo de batalla—, y de la que yo, a día de hoy, no formo parte. Soy un apestado, alejado del mercado laboral desde hace años, y sumido, de nuevo en palabras de Houellebecq, en una “sensación de vacuidad universal”.
En efecto, y como a mí le ha sucedido a otros muchos, parece que hemos tratado, sin éxito, de vivir según las normas y las convenciones, tal y como le sucede al protagonista de Ampliación del campo de batalla, pero no lo hemos conseguido, hemos fracasado. De esta forma hemos transformado la cruel pradera de la existencia en un campo de batalla sangriento y aniquilador, en donde los sentimientos y todo aquello que nos hace humanos ha terminado por mutar en imbecilidad.
En mi caso, fueron casi doce años de un absurdo y amargo trabajo en donde pude asistir a lo peor que pueden entregar las personas: envidias, traiciones, chismorreos, un repertorio de la peor bilis posible. Con jefes incapacitados para llevar a cabo hasta la más nimia tarea y compañeros obsesionados en aniquilarte a golpe de insulto fácil y puñalada por la espalda.
De forma que, como Houellebecq, pero sobre todo como Beigbeder, un buen día decidí dejar ese mundo y convertirme en un apestado social. Y eso nos lleva a la novela 13,99 euros: su protagonista, en la cumbre de la mentira de ese mundo laboral erigido a golpe de frases contundentes, de reuniones y comidas de negocios, abandona la convención para intentar recuperarse como ser humano, aunque para ello, primero, tenga que realizar ese preceptivo descenso a los Infiernos.
Por este motivo, Ampliación del campo de batalla y 13, 99 euros son dos novelas complementarias, dado que en ellas se refleja la renuncia de sus protagonistas al mundo de las convenciones, su rechazo a lo establecido (¿establecido por quién?, y sobre todo, ¿con qué autoridad sobre nosotros?), y la conversión, automática y definitiva, en detritos sociales.
Como un leproso que lleva más de tres años al margen del mundo laboral, de ese mundo que tan orgullosamente desmigaban en la mesa de al lado con frases grandilocuentes de mercadotecnia, agoté un pequeño bizcochito de postre. Los integrantes de la comida de negocios se arrojaban si ningún tipo de rubor mentiras a la cara, que encajaban y regurgitaban envueltas en otras mentiras que volvían a ser repartidas, tal que si aquello fuera un partido de tenis de la infamia en donde todos estaban encantados de conocerse así mismos, es decir, eran tan cool que si se detenían a pensarlo con detenimiento podrían romperse de triunfo, como aquél licenciado que se creía todo él hecho de vidrio y no permitía que nadie lo tocara.
Estos personajes, abandonados de la vida, emitían mensajes tales como lo caro que a uno de ellos le resultaba llenar el depósito de su cayenne, que le salía más a cuenta tomar un avión para visitar a sus hijos durante el fin de semana que fijaba la custodia compartida. Asentados en el reflejo pálido de sus vidas, ubicado en la cresta de la ola del éxito del mercado laboral, no podían percatarse de que realmente se estaban moviendo a horcajadas de la cresta de un gallo de corral que solo cacarea cuando sale el sol.
Tal vez, para ser conscientes de ello, necesitarían leer a Houellebecq o a Beigbeder, en lugar de los mensajes insultantemente soft de Paulo Cohelo o Jorge Bucay, o las novelitas de Federico Moccia, compradas en arrebatos consumistas que sustituyen todos esos orgasmos pendientes.
En esas mesas, en ese restaurante, todos han aprendido a mentir y a mentirse sobre ellos mismos para no percibir el vertedero del campo de batalla, ampliado hasta abarcar el cosmos entero, en donde han construido sus nidos.
Termino mi comida. Pienso que nunca me fue tan útil como ahora la lectura del libro de Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad (Anagrama), porque es el único motivo que me impide, sociópata de mí, no llevar a cabo allí mismo una declaración a voces de lo que opino de todos ellos. El campo de batalla se ha ampliado hasta los mantelillos y las mesitas del menú del día… Pero me contengo. Al fin y al cabo soy un apestado y conozco mis limitaciones.
Me marcho sin dejar propina.
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Esta mañana, después de haber sostenido una deliciosa entrevista con Álvaro Espinosa, el cantante y guitarrista de Pink Tones —y que en breve aparecerá en nuestra Galería de Cronopios de Achtung!—, me he visto obligado a comer en un céntrico restaurante de la capital. Se trataba de uno de esos lugares destinados al consumo del oficinista de cierto fuste, con un menú del día caro, pero de calidad, y una potente carta.
Mientras saboreaba una excelente menestra, me veía rodeado por agresivos corporativistas, por profesionales curtidos y convencidos del lugar que ocupan en este mundo, y por peones del absurdo mundo laboral. No quiero dar una imagen punk ni parecer un antisistema, pero escuchando sus conversaciones y contemplando sus actitudes, me he sentido como los personajes protagonistas de Ampliación del campo de batalla y de 13, 99 Euros (ambas en Anagrama), novelas de los franceses Houellebecq y Beigbeder.
https://www.achtungmag.com/ampliacion-del-campo-batalla-extranjero/
Ampliación del campo de batalla o de cómo ser extranjero de sí mismo
por Jose Carlos Rodrigo Breto
Ampliación del campo de batalla es la novela con la que Michel Houellebecq debutó, allá por 1994, en el mundo de la literatura. En principio, lo hizo sin hacer ruido y en una pequeña editorial, pero con el paso del tiempo el éxito literario creció hasta consagrar a su autor como uno de los escritores más importantes de su país.
En Ampliación del campo de batalla, el protagonista es un informático que, harto de su trabajo, se revela contra el mundo de convenciones laborales y comportamientos ridículos. En cierto modo, se trata de un antihéroe que se plantea el tema de la existencia, más cerca de El Extranjero (Alianza) de Camus de lo que pueda parecer, para realizar un desolador retrato de nuestra sociedad de consumo: un campo de batalla en donde luchamos cada día, o tal vez agonizamos, para no ser vencidos.
Este protagonista es un trasunto del propio Houellebecq que también fue informático y naufraga en la depresión que le provoca la decadencia del sistema en el que vive. Todos, adopten el papel que adopten, son perdedores en este ecosistema de la estupidez, la mentira, la prostitución de los valores, el consumismo instantáneo y el hedonismo salvaje. Ante eso no se puede oponer nada más que cierto tipo de nihilismo hastiado, que sirve más de protección que de solución.
El problema de la alienación por culpa de la cultura del éxito, por el mercado laboral increíblemente deformado, es que genera extranjeros internos, hombres extraños de sí mismos (de nuevo la referencia con Camus), y extiende una densa capa de insensibilidad sobre las personas y sus actos. El hastío ante semejante situación provoca un rechazo automático por parte del clan, que ya no nos considera como uno de sus iguales.
Los personajes de Houellebecq, y no solo en esta novela, exhiben un poderoso agotamiento vital. Así me sentía yo, agotado, mientras comía mi menú en el restaurante y en la mesa de al lado se glosaban las virtudes y las diferencias entre llevar a cabo un viaje de negocios en primera clase de una aerolínea, o en la clase ejecutiva de otra, en donde los estigmas del éxito radicaban en las diferencias de las bandejitas de comida preparada y recalentada que servían al viajero, siempre en función de la butaca que ocupase; y en el consumo de alcohol, por supuesto.
Un par de lugares más allá, se representaba una de esas pantomimas diarias que discurren con tanta normalidad como impersonalidad, una comida de negocios perpetrada por comerciales de una firma junto al cliente a quién pretendían embaucar. Términos del mundo del marketing, expresiones impersonales y bobaliconas, trufaban mi entrecot como una guarnición perniciosa: allí se hablaba sin ningún sonrojo de clientes VIP, de cómo había que “ir a bloque con el producto”, y se masajeaban unos a otros con una fraseología tan vacía de contenido como repleta de intención.
Desde la mesa se desprendía que, ellos, pertenecían al mundo del éxito, de los que hacen algo útil y tremendamente importante, aunque hayan entregado sus vidas a una batalla gomosa y absurda, braceando en medio de un mar que no engarza dos orillas —como afirma Houellebecq en Ampliación del campo de batalla—, y de la que yo, a día de hoy, no formo parte. Soy un apestado, alejado del mercado laboral desde hace años, y sumido, de nuevo en palabras de Houellebecq, en una “sensación de vacuidad universal”.
En efecto, y como a mí le ha sucedido a otros muchos, parece que hemos tratado, sin éxito, de vivir según las normas y las convenciones, tal y como le sucede al protagonista de Ampliación del campo de batalla, pero no lo hemos conseguido, hemos fracasado. De esta forma hemos transformado la cruel pradera de la existencia en un campo de batalla sangriento y aniquilador, en donde los sentimientos y todo aquello que nos hace humanos ha terminado por mutar en imbecilidad.
En mi caso, fueron casi doce años de un absurdo y amargo trabajo en donde pude asistir a lo peor que pueden entregar las personas: envidias, traiciones, chismorreos, un repertorio de la peor bilis posible. Con jefes incapacitados para llevar a cabo hasta la más nimia tarea y compañeros obsesionados en aniquilarte a golpe de insulto fácil y puñalada por la espalda.
De forma que, como Houellebecq, pero sobre todo como Beigbeder, un buen día decidí dejar ese mundo y convertirme en un apestado social. Y eso nos lleva a la novela 13,99 euros: su protagonista, en la cumbre de la mentira de ese mundo laboral erigido a golpe de frases contundentes, de reuniones y comidas de negocios, abandona la convención para intentar recuperarse como ser humano, aunque para ello, primero, tenga que realizar ese preceptivo descenso a los Infiernos.
Por este motivo, Ampliación del campo de batalla y 13, 99 euros son dos novelas complementarias, dado que en ellas se refleja la renuncia de sus protagonistas al mundo de las convenciones, su rechazo a lo establecido (¿establecido por quién?, y sobre todo, ¿con qué autoridad sobre nosotros?), y la conversión, automática y definitiva, en detritos sociales.
Como un leproso que lleva más de tres años al margen del mundo laboral, de ese mundo que tan orgullosamente desmigaban en la mesa de al lado con frases grandilocuentes de mercadotecnia, agoté un pequeño bizcochito de postre. Los integrantes de la comida de negocios se arrojaban si ningún tipo de rubor mentiras a la cara, que encajaban y regurgitaban envueltas en otras mentiras que volvían a ser repartidas, tal que si aquello fuera un partido de tenis de la infamia en donde todos estaban encantados de conocerse así mismos, es decir, eran tan cool que si se detenían a pensarlo con detenimiento podrían romperse de triunfo, como aquél licenciado que se creía todo él hecho de vidrio y no permitía que nadie lo tocara.
Estos personajes, abandonados de la vida, emitían mensajes tales como lo caro que a uno de ellos le resultaba llenar el depósito de su cayenne, que le salía más a cuenta tomar un avión para visitar a sus hijos durante el fin de semana que fijaba la custodia compartida. Asentados en el reflejo pálido de sus vidas, ubicado en la cresta de la ola del éxito del mercado laboral, no podían percatarse de que realmente se estaban moviendo a horcajadas de la cresta de un gallo de corral que solo cacarea cuando sale el sol.
Tal vez, para ser conscientes de ello, necesitarían leer a Houellebecq o a Beigbeder, en lugar de los mensajes insultantemente soft de Paulo Cohelo o Jorge Bucay, o las novelitas de Federico Moccia, compradas en arrebatos consumistas que sustituyen todos esos orgasmos pendientes.
En esas mesas, en ese restaurante, todos han aprendido a mentir y a mentirse sobre ellos mismos para no percibir el vertedero del campo de batalla, ampliado hasta abarcar el cosmos entero, en donde han construido sus nidos.
Termino mi comida. Pienso que nunca me fue tan útil como ahora la lectura del libro de Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad (Anagrama), porque es el único motivo que me impide, sociópata de mí, no llevar a cabo allí mismo una declaración a voces de lo que opino de todos ellos. El campo de batalla se ha ampliado hasta los mantelillos y las mesitas del menú del día… Pero me contengo. Al fin y al cabo soy un apestado y conozco mis limitaciones.
Me marcho sin dejar propina.
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