Haruki Murakami - La muerte del comendador III
No apto para simpatizantes de Murakami, es una crítica muy despiadada (hay referencia a otra más) que puede brindar un nuevo enfoque a la escritura del autor japonés. A mí me sirve para cotejar o reafirmar convicciones. Si te pace, adelante.
Ixx, 2024
Hablemos de Murakami: «La muerte del comendador»
Daniel IzurBlog, noviembre, 2019
Despotriqué de Murakami y Tokio Blues en mi entrada anterior y he de reconocer que fue bastante terapéutico. Así que, ¿por qué no repetir? Hablemos ahora de Haruki Murakami y La muerte del comendador, su última novela. Sin dilemas esta vez.
Reconocía en aquella entrada que nuestro escritor maratoniano favorito hacía algunas cosas muy bien: atrapar al lector y mostrar los sentimientos de los personajes a través de una prosa clara y sencilla. No se le puede quitar mérito a su éxito editorial —porque lo tiene— ni a su estilo bien definido y reconocible —porque también lo tiene—. Pero no considero un mérito la pretenciosidad de una novela que utiliza el misterio, las frases lapidarias y un existencialismo superficial para tratar de ser una obra profunda y filosófica.
Porque, como ya dije, Murakami también hace cosas mal.
El misterio es uno de los pilares que sostiene su obra y, como demuestran los números, le resulta un truco infalible. Lo aplica a muchos de sus personajes, planos y sin arcos de desarrollo, para que parezcan interesantes. Lo aplica a la trama, a menudo insulsa y repetitiva, para que se vuelva enigmática y adictiva. Y lo aplica al entorno y las escenas, cotidianas y sencillas en realidad, para aumentar la tensión narrativa.
¿Es un recurso tramposo? Que juzgue cada uno. Para mí lo es. Sin embargo, no me molesta que lo utilice con los personajes y la trama principal. Conmigo le funciona, aunque sepa me está engañando. Lo que no le funciona es ese mismo misterio de pega aplicado a las escenas, porque me me saca de la lectura.
¿Por qué en unas cosas sí y en otras no? Porque aquí es donde peor lo hace.
EL ESTILO
Veamos un ejemplo. ¿Cómo nos presenta Murakami una caja misteriosa? Pues diciéndonos que bajo la luz de la luna tiene un aspecto siniestro y que la envuelve un halo de misterio, como bien se lee en el siguiente fragmento extraído de La muerte del comendador:
Bajo la luz blanca de la luna casi llena tenía un aspecto siniestro, como si lo rodease un halo de misterio, pero en ese momento tan solo parecía una miserable caja descolorida.
Por no hablar de la «luz blanca de la luna», una redundancia que hemos leído tantas veces que ni nos damos cuenta de que está ahí.
¿Pero cuál es el verdadero problema con este tipo de narración? Que el grado de empatía que vamos a sentir con el personaje y el grado de sumersión en el entorno y en la propia historia se resienten. La prosa de Murakami es tan ágil y sencilla que, aun así, es fácil dejarse llevar y pasar de página a toda velocidad. Pero la narración no tiene fuerza.
Es cierto que su estilo se basa en la sobriedad, pero no es necesario un lenguaje rimbombante para transmitir mejor estas sensaciones al lector. Una buena narración no se consigue añadiendo adjetivos ni alargando frases interminables. Mostrar no implica descripciones exhaustivas. Mostrar es insinuar, evocar. Y puede lograrse a través de una prosa sencilla de leer, aunque muy difícil de escribir. Así da comienzo Albert Camus a El extranjero:
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias». Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
Impacta, ¿verdad? Dice mucho con pocas palabras. Nos muestra un acontecimiento desgarrador y la apatía y la pasividad del personaje. Sin adjetivos, sin palabras esdrújulas, sin frases ostentosas.
Gabriel García Márquez, por ejemplo, es mucho más poético. Pero embellece los textos sin recargarlos de palabras grandilocuentes. Los textos están pulidos, nada sobra. Cada frase y cada palabra tienen su razón de ser. Cualquiera puede escribir un texto con un diccionario de sinónimos y aparentar ser todo un intelectual porque no hay quien lo entienda. Pero escribir Cien años de soledad, no.
La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre.
Pero dejemos tranquilos a García Márquez y a Camus, y volvamos al misterio murakamiano con un nuevo fragmento de La muerte del comendador:
La luz de la luna atravesaba las ramas y proyectaba sombras y dibujos que parecían tener un sentido oculto. Salí del bosque, bajé los escalones de piedra, llegué hasta la puerta de la casa y cerré con llave después de entrar.
En el primer ejemplo Murakami nos decía literalmente que la caja era siniestra y misteriosa en vez de mostrarlo a través de las palabras. Ahora nos habla de unas sombras que tienen un sentido oculto. Sombras que, en realidad, no tienen nada. ¿Cuántas veces hemos visto sombras con un sentido oculto?
Este tipo de fragmentos no están mal escritos, pero sólo narran las acciones del protagonista. No dedican tiempo a la ambientación. Y, para crear misterio y estremecer al lector, hay que cuidar la ambientación.
En el siguiente extracto de El libro del cementerio, de Neil Gaiman, si el autor se hubiera limitado a escribir: «Aquel hombre era estremecedor. En la mano llevaba un cuchillo ensangrentado y muy afilado»; no nos impactaría tanto como leer:
Había una mano en la oscuridad, y sostenía un puñal. El mango del puñal era de brillante hueso negro, y la hoja más afilada y precisa que una navaja de afeitar. Si te cortara, probablemente ni te enterarías, no de inmediato.
Por si fuera poco, remata con un:
El puñal casi había terminado lo que venía a hacer a aquella casa, y tanto la hoja como el mango estaban empapados. […] Ya sólo le quedaba ocuparse del más pequeño, un bebé que apenas sabía andar. Uno más y habría acabado su tarea.
Gaiman no necesita decir que esta escena es aterradora porque está mostrando una escena aterradora. En cambio, Murakami necesita decir que la escena es misteriosa igual que necesita decir que algo es bello.
En el claro donde se levantaba el templete, la luna iluminaba bellamente todo cuanto había allí.
Margaret Atwood, en El cuento de la criada, nos podría haber escrito que las mujeres «dormían en un viejo gimnasio, en desuso». No estaría mal escrito, pero no tendría la misma fuerza narrativa que este párrafo:
Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos—, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
Además, Margaret Atwood suele emplear frases cortas en muchas ocasiones y maneja muy bien el ritmo de la lectura. O lo que es lo mismo: menos pedir un Nobel para Murakami y más para Atwood. Sobre todo después de encontrarse con fragmentos en los que Murakami intenta ser más poético:
Era una noche cualquiera. La luna casi llena flotaba en el cielo como un enorme espejo redondo. Bajo su luz, el paisaje lucía blanquecino, como si lo hubieran encalado. Aparte de eso, no había nada más de particular.
Obviando que si a Murakami le vetas la palabra luna ya no escribe un libro, aquí tenemos de nuevo una redundancia y un cliché: un símil entre la luna y un espejo redondo —que lo escribe un niño de diez años—, y un paisaje nocturno iluminado con luz blanca. Por si no fuera poco, va y suelta que no hay nada más de particular, como si la luna cubriéndolo todo de luz blanquecina y pareciéndose a un redondel fuera algo extraordinario. Veamos cómo Tolkien narra un suceso extraordinario:
A Frodo le pareció que esas palabras en lengua élfica tomaban forma, y visiones de tierras lejanas y objetos brillantes —que nunca había visto hasta entonces— se abrieron ante él; y la sala de la chimenea se transformó en una niebla dorada sobre mares de espuma que suspiraban en las márgenes del mundo.
Mientras tanto, Murakami escribe cosas como: «Era blanco puro, como la nieve recién caída». ¿En serio, Murakami? ¿En serio me comparas el blanco puro con el color de la nieve recién caída? Lo peor es que cuando quiere hacerlo bien, lo hace. Sin ir más lejos, este es el primer párrafo de La muerte del comendador:
Hoy, al despertarme de una breve siesta, «el hombre sin rostro» estaba frente a mí. Se había sentado en una silla delante del sofá donde yo dormía y me miraba fijamente con sus ojos imaginarios en un rostro inexistente. Era alto e iba vestido como cuando lo vi la última vez: sombrero de ala ancha que ocultaba la mitad de su no-rostro y un abrigo largo, de color oscuro, a juego con el sombrero.
Entonces, ¿qué es? ¿Falta de talento o vaguería?
El corazón me golpeaba en el pecho con un ruido sordo. No tenía tiempo. Debía apresurarme, pero los dedos con los que sostenía el lápiz se me habían quedado paralizados en el aire; tenía la sensación de que se me había dormido la mano desde la muñeca. Como bien decía el hombre sin rostro, había personas cercanas a mí a las que debía proteger, y yo lo único que sabía hacer era pintar. Y sin embargo era incapaz de dibujar su no-rostro. Impotente, me quedé mirando cómo se movía la niebla sin poder hacer nada.
LAS SENSACIONES FÍSICAS
Lo mismo sucede con las sensaciones físicas, esas que Murakami dice que tan bien se le da transmitir. Analicémoslo:
Pedí curry de langostinos y la ensalada de la casa.
Y, después de esa frase, no vuelve a hacer una sola referencia a la comida en toda la escena. Ahí sí que crea buen misterio. ¿Estarían ricos los langostinos?
Tiene alguna variante, como:
Lo metí todo en el maletero del coche y subí de nuevo para prepararme un té y tomármelo tranquilamente sentado a la mesa de la cocina.
¿Alcohol? Fácil:
Fui a la cocina, me serví un whisky sin hielo ni agua y me lo bebí de un trago. Recuperé el aliento y salí a la terraza con otro whisky en la mano.
O:
Me puse un jersey fino encima del pijama, fui a la cocina, me serví un whisky escocés con hielo y me lo bebí de un trago.
Desde luego, no son citas puntuales —aquí recopilé unos cuantos ejemplos más de Tokio Blues—. La prosa de Murakami se basa, en parte, en esto. Él mismo es consciente de vez en cuando y decide cortar por lo sano y no mencionar si quiera que está comiendo el personaje:
Después de comer algo ligero me puse la ropa de trabajo (una ropa que podía ensuciar), entré en el estudio y me concentré en el retrato de Wataru Menshiki.
O también:
Colgué el teléfono y fui a la cocina a comer algo ligero.
Aunque he de reconocer que mi favorita es esta:
Fui a la cocina para prepararme algo sencillo para cenar y me lo comí yo solo.
Este fragmento de Patrick Rothfuss, sacado de la página de Marta Tornero —sus análisis de textos son fabulosos—, nos puede enseñar una forma de evocar una sensación física con bastante más maestría que Murakami:
Entonces oí el otro ruido. ¿Cómo podría describirlo? Cuando era pequeño, mi madre me llevó a ver una colección de animales salvajes que había en Senarin. Era la única vez que había visto un león, y la única vez que lo había oído rugir. Los otros niños que habían ido a verlo estaban asustados, pero yo reía, encantado. Era un ruido tan grave y tan sordo que retumbaba en mi pecho. Me encantó la sensación, y todavía la recuerdo. El ruido que oí en la colina, cerca de Trebon, no era el rugido de un león, pero también retumbó en mi pecho. Era un gruñido, más profundo que el rugido de un león. Se parecía más al estruendo de un trueno lejano.
Como dice Marta Tornero, Rotfhuss podría haberse limitado a escribir «rugió como un león» o «rugió como un trueno», ¿pero qué mérito tiene escribir una frase prefabricada como esas?
¿Y LA TRAMA?
La muerte del comendador narra la historia de un retratista treintañero que decide retirarse a una casa en medio del bosque tras separarse de su mujer. Allí no tarda en conocer a Menshiki, un multimillonario misterioso que vive en una mansión cercana y que le encarga un retrato.
Podría decir que la historia trata sobre la pérdida, la soledad, la… No, no voy a seguir. Porque no. Murakami lo vuelve a hacer. Parece que va a ser profundo, pero se queda en la superficie. Realismo mágico, personajes misteriosos que en realidad no tienen nada que ocultar, sucesos extraños que tampoco sorprenden en exceso… También tiene una referencia a El gran Gatbsy. Parece que algunos consideran a las referencias superfluas un recurso literario de calidad, así que ahí queda dicho.
A Murakami le gustan las referencias, pero hay algo que le gusta más. Casi más que la comida. Como nuestro protagonista tienen que retratar a Menshiki, va a tener que reunirse con él unas cuantas veces. ¿Y qué implican las reuniones en una novela de Murakami? Mucha ropa.
Llevaba unas gafas de sol, un sencillo vestido azul claro y un jersey gris, que complementaba con un bolso negro brillante y unos zapatos de tacón bajo de color gris oscuro, muy apropiados para conducir.
Marie Akikawa llevaba un jersey negro de algodón y una falda marrón por encima de las rodillas.
Llevaba unas gafas oscuras de color verde, una camisa blanca de manga larga de algodón y unos pantalones chinos caqui. Calzaba unos náuticos de color crema.
[…] pero en esta ocasión vestía un polo blanco, un blazer de color azul, pantalones chinos de color crema y zapatos de cuero marrones.
Toda la ropa que lista Murakami en una sola novela no me entra en el armario.
¿ES MURAKAMI UN AUTOR MEDIOCRE?
Hay que tener mucho valor para afirmar algo así, pero lo cierto es que la calidad de su literatura me parece cuestionable y sus obras son muy superficiales. ¿Hay algún problema en la superficialidad? No, claro que no. Me lo paso genial leyendo El dios asesinado en el servicio de caballeros, los libros de Harry Potter y novelas de aventuras como Amanecer rojo, igual que me lo paso genial viendo a John Wick apretando el gatillo y me río a carcajadas con The Office. El problema con la superficialidad surge cuando esta va de la mano de la pretenciosidad.
Quizá algún día vuelva a leer El Alquimista —haciendo de tripas corazón— para responder a la gran pregunta… ¿Es Murakami el Paulo Coelho japonés?
Bromas aparte, me gusta lo que escribe Murakami. Algunos lectores no se tragan sus novelas por estar vacías y ser pretenciosas, y eso es muy comprensible. Pero lo reconozco. A mí me gustan sus historias. Si un día le dan el Nobel, que se lo den. Peor sería un mundo con un Oscar para Cristopher Nolan.
No, en realidad no.
*-*
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