Haruki Murakami - Kafka en la orilla III
Tu corazón es como un gran río crecido tras un largo periodo de
lluvias. Los postes indicadores del camino están, todos sin excepción,
sumergidos en la corriente, o tal vez hayan sido arrastrados a otro lugar
oscuro. Y la lluvia sigue cayendo torrencialmente sobre el río. Y cada vez
que veas en las noticias las imágenes de unas inundaciones pensarás:
«Sí, justo. Ése es mi corazón».
[...]
[...]
−A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena
que cambia de dirección sin cesar -me comenta el joven llamado Cuervo.
Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de
dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza
macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta
no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta
tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo
único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte
con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir
atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni
dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena
blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo.
Imagínate una tormenta como ésta.
[...]
Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de
arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más
metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de
mil cuchillas se tratase. Muchas personas han derramado allí su sangre y
tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre
se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.
Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás
cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de
que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara.
Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona
que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.
[...]
[...]
-Buenos días -dijo el hombre de edad madura.
El gato alzó ligeramente la cabeza y respondió al saludo con voz
grave y aire de fatiga. Era un gato macho, grande y viejo, de color negro. -
Hace muy buen tiempo, ¿no le parece a usted?
−iHum! -dijo el gato.
−No se ve ni una nube en el cielo.
-... De momento.
−¿Cree acaso que va a empeorar?
−Yo diría que al atardecer se estropeará. No sé, me da esa
impresión -comentó perezosamente el gato negro alargando una pata.
Después, entrecerrando los ojos, echó otra ojeada a la cara del hombre.
El hombre miraba sonriente al gato.
El gato dudó unos instantes. Luego dijo con un tono resignado:
−iHum! Veo que sabes hablar.
−Sí -dijo el hombre con timidez.
[...]
[...]
Nakata abrió la puerta corredera y, cuando ya se disponía a salir, se
detuvo, se volvió y dijo:
-Por cierto, ¿mañana al atardecer estará usted aquí?
−Sí -respondió el policía con precaución-. Mañana por la tarde
trabajo. ¿Por qué?
−Aunque esté despejado, cuando salga, por si acaso, será mejor
que coja el paraguas.
El policía asintió. Se giró y miró el reloj de pared. Pronto lo llamaría
su compañero para invitarlo a tomar algo.
-De acuerdo. Cogeré el paraguas.
−Es que van a caer peces del cielo, como si lloviera. Muchos peces.
Creo que sardinas. Y tal vez también haya mezclada alguna caballa.
-¡Sardinas y caballas! -se rió el policía-. En ese caso mejor que
ponga el paraguas del revés, pesque unas cuantas y las ponga en
vinagre.
-La caballa en vinagre también es uno de los platos favoritos de Nakata
-dijo Nakata con expresión seria-. Pero mañana, a estas horas,
posiblemente yo ya no esté aquí.
Y cuando, al atardecer del día siguiente, cayó en efecto del cielo
una tromba de sardinas y caballas en aquella esquina del distrito de
Nakano, el policía empalideció. Sin previo aviso, alrededor de unos dos
mil peces cayeron de entre las nubes. La mayoría reventó al precipitarse
contra el suelo, pero los que sobrevivieron se quedaron saltando y
coleando en el suelo del barrio comercial. Tal como se podía apreciar
a simple vista, estaban frescos y aún despedían olor a mar. Los
peces se precipitaban ruidosamente sobre la gente, los coches y los
edificios, aunque como al parecer no caían desde una gran altura, por
fortuna no hirieron gravemente a nadie. Lo peor fue el fuerte impacto
psicológico que ocasionaron. Una enorme cantidad de peces cayendo del
cielo como el granizo. Una escena que parecía sacada del Apocalipsis.
Más tarde, la policía abriría una investigación, pero jamás logró
aclararse desde dónde ni cómo habían transportado tantos peces al
cielo. Ningún mercado de pescado, ningún barco pesquero había denunciado
la desaparición de tan ingente cantidad de peces. Tampoco
había constancia de que, en aquellos momentos, algún avión o
helicóptero hubiera sobrevolado la zona. No había noticia de que se
hubiera producido algún torbellino, y era inimaginable que se tratase de
una gamberrada. Demasiado trabajo para que fuera una simple broma. A
petición de la policía, el centro de Sanidad Pública del distrito de Nakano
recogió y analizó muestras de los peces que habían caído del cielo, pero
no hallaron nada anormal. Sólo eran sardinas y caballas normales y
corrientes. Frescas, posiblemente buenas al paladar. Sin embargo, la
policía, sirviéndose de coches con servicio de megafonía, advirtió a la
población que no comiese aquellos peces porque se desconocía su
procedencia y podían contener algún elemento tóxico.
Las camionetas de las emisoras de televisión acudieron en tropel.
Aquél era realmente un acontecimiento digno de ser transmitido. Los
reporteros invadieron el barrio comercial e informaron a todo el país sobre
aquel misterioso suceso. Recogían los peces del suelo a paletadas y
los mostraban. Emitieron la declaración de un ama de casa a la que las
sardinas y caballas habían golpeado en la cabeza. La aleta dorsal de
una caballa le había herido en una mejilla.
-Y menos mal que eran sardinas y caballas. Porque, si llegan a ser
atunes, hubiese podido ser mucho peor -argumentó la mujer
presionándose un pañuelo contra la mejilla. La observación tenía
fundamento, pero la gente que miraba la televisión se echó a reír. Un
reportero intrépido tuvo la osadía de coger sardinas y caballas del
suelo, asarlas allí mismo y comérselas delante de la cámara.
—iBuenísimas! —fanfarroneó—. Muy frescas y con la cantidad de
grasa justa. ¡Lástima que no tenga nabo ni un poco de arroz hervido
recién hecho!
El joven policía no sabía qué hacer. Aquel extraño viejo —del que, por
cierto, ni recordaba el nombre— le había pronosticado que por la
tarde caería del cielo una gran cantidad de peces. Sardinas y
caballas, había dicho. Y así había sucedido... Pero él se lo había
tomado a risa y ni siquiera había apuntado su nombre y su
dirección. ¿Debería presentar ahora un informe a sus superiores?
Posiblemente eso fuera lo correcto. ¿Pero qué utilidad tendría
presentarlo en aquellos momentos? Nadie había resultado herido,
no había ninguna prueba de que se hubiese cometido un crimen.
Sólo habían caído peces del cielo.
[...]
(Haruki Murakami, Kafka en la orilla).
Leer acá en PDF: https://aayllu.com/content/uploads/2021/06/7-kafka-en-la-orilla.pdf
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