Umberto Eco - Sobre el péndulo de Foucault

El péndulo de Foucault, la novela “oculta" de Umberto Eco
Publicado el 4 de septiembre de 2016 por Jose Miguel García de Fórmica-Corsi


Es posible que sea un mecanismo de defensa con el que intentamos salvar nuestra (presuntuosa) independencia como lectores: juzgar con inmensa severidad la segunda obra de un autor cuyo primer esfuerzo saludamos con una generosidad que luego nos hemos preguntado si no fue excesiva. Algo parecido creo que sucedió con El péndulo de Foucault (1988), la segunda novela de Umberto Eco, publicada ocho años después de aquel éxito extraordinario que fue El nombre de la rosa y que, allí donde esta generó adhesiones sin límite, fue recibida con una completa gelidez. Todo lo que en la primera se aprobó sin reservas, comenzando por el despliegue de erudición —incluso se le perdonó la cuantiosa inclusión de citas en latín (sin notas traductoras, como en ediciones posteriores)—, en esta mereció que al escritor se le tildara de pedante sin límite. Yo mismo, sugestionado por la mala fama del libro, me había resistido a leerlo hasta ahora, pese a mi predilección por su primera novela. Es más, teniendo en cuenta que a raíz de su fallecimiento en febrero de este 2016 las librerías se apresuraron a poner sus libros en lugar destacado, en Málaga al menos he tardado varios meses en encontrar un ejemplar. Concluida la lectura, es evidente que no estamos ante una novela genial, pero desde luego sí frente a un libro que durante muchas páginas proporciona enormes placeres y que tiene la virtud (como todas las novelas que conozco de Eco, y este es seguramente su gran mérito) de abrir el interés por muchas otras facetas de la creación humana.



Desde luego, y al menos para aquellos que sentimos una especial fascinación por los juegos de espejos entre la realidad y la fantasía, su trama es genial. Los tres empleados de una pequeña editorial milanesa —tres hombres dotados de una profunda cultura, como yo imagino idealmente que se debe exigir para tales trabajos—, atraídos por las tradiciones ocultistas y por los juegos intelectuales, se dejan contagiar por las lecturas a que les empuja la nueva colección literaria que están sacando adelante (y también por sus mismas experiencias vitales) y van inventando poco a poco un supuesto Plan que atribuyen, cómo no, a los templarios y que está destinado a revelar el profundo secreto del mundo. Ahora bien, en determinado momento, alguien se toma muy en serio ese Plan y se convence de que el descubrimiento de los tres urdidores es muy real…

Por supuesto, la mera mención a los templarios y a un supuesto secreto guardado desde muchos siglos atrás recordará a todo el mundo uno de los best-sellers de mayor éxito de las últimas décadas, El código Da Vinci (2003), de Dan Brown, raudamente multiplicado gracias a su versión cinematográfica y a sus posteriores continuaciones, tanto en literatura como en cine. El mismo Umberto Eco se tomó con evidente humor la repercusión de este libro, señalando con notable gracia que Brown no era sino otro personaje de El péndulo de Foucault.

Con notable habilidad, Eco reescribe el sentido mediante el cual se puede interpretar una exuberante serie de autores, textos e incluso actuaciones de personajes de la historia hasta hilar, con una coherencia verdaderamente deslumbrante, ese Plan cuyo secreto habrá de desvelarse, como señala el título, en determinado día del año y con un papel fundamental del famoso péndulo que da nombre a la novela. Todo esos elementos, que podrían incluirse (pero no de modo exclusivo) bajo la etiqueta del ocultismo —Alexandrian, su historiador, prefiere el término filosofía oculta—, pueden parecer a simple vista demasiado especializados para un lector estándar, pero no disuaden de la lectura más de lo que podían hacer las referencias al pensamiento y la cultura medieval en El nombre de la rosa. Por otra parte, soy un encendido defensor de la capacidad que tiene la literatura no solo para entretener sino también para informar, y por tanto, para formar: después de todo, soy un lector educado con Julio Verne.

Por supuesto, la novela también contiene una sátira implacable del ocultista arquetípico, de esa fauna sugestionada por encontrar un prodigio, un secreto, en cada signo que se cruza en su camino, y a la que el editor Garamond define con lucidez inesperada en él como «gente a la que se le dice cualquier cosa y se cree que se refiere a su problema». Y sin embargo, reconoce la capacidad de sugestión que despierta el misterio por el misterio cuando se aplica a la historia y a la evolución de las creencias. Los tres protagonistas acaban dejándose devorar, incluso destruir, por su ansiedad de reescribir la historia de una ficción. ¿Habrá tenido esta novela algún lector literal que ronde el Péndulo en la fecha propicia para encontrar el secreto del mundo? Ya lo dicen los personajes del libro: el ocultista que desea poner a salvo sus secretos, lo primero que hace es negar que existan: fingir que son una ficción

Los elementos fundamentales que Eco va imbricando en el Plan son los siguientes:

Los templarios. Esta orden de monjes-soldados, fundada en Jerusalén en 1118 y que debe su nombre a que su primer asentamiento había formado parte del Templo de Salomón, consiguió al mismo tiempo su perdición temporal y su triunfo futuro en los incondicionales del ocultismo cuando el rey Felipe el Hermoso, en su propósito de centralizar en su persona todo el poder en el estado francés, los hizo detener súbitamente en 1307 y los sometió a un proceso en el curso del cual fueron acusados de toda clase de hechicerías y tratos con el demonio —utilizando contra ellos precisamente la mala fama que les había dado su supuesto contacto en Tierra Santa con la magia y el pensamiento musulmanes, y por extensión, oriental. Eco aprovecha este episodio (como tantos autores, anteriores y posteriores) para señalar que esta caída fue en realidad ocultamiento (idea muy islámica, como saben los conocedores del chiísmo y sus diversas corrientes) a la espera del cumplimiento de un Plan trazado desde tiempo atrás. Para ello, diversas secciones de la orden esperan en cinco puntos diferentes del mundo, cada una con una parte del secreto que su sabiduría ha descubierto, aguardando unos plazos cronológicos (el número de años ya es un símbolo en sí mismo: como cualquier número) para entrar en contacto unos con otros hasta completar el ciclo. La razón de dicha espera estriba en que los templarios, avezados en el sabio análisis del tiempo, saben que habrán de transcurrir varios siglos hasta que los adelantos tecnológicos les permitan aprovechar sus conocimientos. Ahora bien, será la ruptura de la cadena lo que provoque la desorientación tanto de los herederos de los templarios como de sus inspiradores futuros, de tal modo que la naturaleza del secreto se pierde, y el Plan queda suspendido. Lo que inventan los protagonistas es ese Plan y un secreto acorde al que hacerle honor.

La cábala judía. Como se sabe, la Cábala (la palabra significa “tradición”) es una corriente de pensamiento surgida en el seno del judaísmo que señala la existencia de un propósito secreto puesto por Dios en la creación, y cuyas claves se encuentran en una lectura correcta (esto es, no literal) de la Torah, la Biblia judía. La literatura engendrada por los sabios cabalistas, por ello, es el prototipo básico de ocultismo, de búsqueda de una verdad solo accesible a los iluminados, que se basa ante todo en la correcta interpretación del símbolo. En concreto, Eco utiliza como metáfora de la búsqueda que se realiza en su novela la imagen del árbol de la vida formada por las diez sefirot. Este símbolo recoge la correspondencia entre el mundo real y el mundo divino: Dios efectuó la creación mediante una sucesión de sefirot, literalmente “emanaciones” de sí mismo, cuyos nombres ya dan idea de los elementos implicados en el proceso creador (Sabiduría, Inteligencia, Amor, Belleza, Majestad… hasta alcanzar la última, Maljut o Reino, que culmina la obra y es el contacto entre nuestra realidad y la de Dios). Eco distribuye los 120 capítulos de su novela en diez partes, puesta cada una bajo la advocación de una sefirá, simbolizando así el proceso de evolución personal de la peripecia que viven sus protagonistas.

La alquimia. Los alquimistas medievales, esos precursores de los científicos modernos, también persiguieron la obtención de un secreto. Un secreto que ellos entendían que se encontraba en la naturaleza (de ahí esa condición de su arte como proto-ciencia) y en la adecuada ordenación, destilación o combinación de sus elementos. El objeto más famoso de su búsqueda recibió el nombre de Piedra Filosofal, la sustancia definitiva que permite la transformación de la materia innoble en materia pura. La interpretación corriente del sentido de esto último es la búsqueda del oro (y desde luego, fue la excusa mediante la cual muchos alquimistas consiguieron la necesaria financiación de los poderosos), pero en un sentido simbólico se refiere al acceso a los secretos espirituales que rigen el mundo. La fascinación por la alquimia sedujo a muchos de los grandes pensadores de los siglos que bordean, por uno y otro lado, la Edad Media y la Moderna, incluidos hombres en principio tan impensables como Isaac Newton.

Los rosacruces. A principios del siglo XVII, una misteriosa eclosión de obras, surgidas primero en el ámbito alemán, reveló la existencia de una orden mística, la Rosacruz, cuyo nombre procedía de un fundador mítico llamado Christian Rosencreutz, que había vivido varios siglos atrás. Los propagadores del rosacrucismo pedían la constitución de una fraternidad espiritual entre los pensadores de toda Europa y, por tanto, una renovación del humanismo, que estaba siendo ya contravenido primero por la evolución de la Reforma. Los estudios modernos indican que fue una invención de un círculo de pensadores liderados por Johann Valentin Andreae, el creador de las obras supuestamente rosacrucianas. De cualquier modo, desde entonces el nombre y el espíritu de ese propósito serían retomadas en distintas épocas y bajo distintas formas, de tal modo que la palabra rosacruz acabaría convirtiéndose en una de las fuentes y modelos de la masonería. Umberto Eco explica el impulso inicial como una llamada atención por parte de uno de los grupos templarios, desorientado al no haber recibido el contacto de quienes debían haberles transmitido la parte correspondiente del Plan, solo reconocible para los iniciados en el Secreto. Pero también lo utiliza como símbolo de uno de los conceptos más interesantes, y compartibles, del libro: el de caballería espiritual, referida a la comunión de intereses que une a personas de orígenes y creencias muy distintas, pero que reconocen al instante un impulso común que los magnetiza como un imán, y que los une bajo la fraternidad de las almas.

De la mano de sus tres investigadores del ocultismo, Eco realiza una fabulosa labor de re-formulación, introduciendo en su atanor, junto a las tradiciones y elementos antedichos, cualquier fuente relacionada con el esoterismo (la literatura hermética, surgida en torno al siglo II d.C. y atribuida al legendario Hermes Trismegisto, sincretismo del griego Hermes y del egipcio Thot, ambos dioses de la sabiduría, el lenguaje, además de que el primero es el portador de las almas en su camino al otro mundo), los lugares secretos que encierran herencias ancestrales (el mito de la Atlántida o el de Agartha, un supuesto reino interior escondido en el corazón del Himalaya desde donde unos supuestos Señores del Mundo influyen espiritualmente en todo el planeta: los templarios habrían encontrado uno de sus refugios allí), la construcción de la literatura antisemita (los famosos Protocolos de los Sabios de Sión, invención de la policía secreta rusa que narra los planes de un supuesto consejo de sabios judíos para dominar el mundo mediante el colapso de la sociedad occidental, que con el tiempo inspiraría la última novela del autor, El cementerio de Praga, de 2010), el mito de la tierra hueca (tan de moda en el siglo XIX, y que la literatura pulp perpetuó), la religiosidad brasileña que se hunde en las tradiciones africanas traídas por los esclavos, las organizaciones masónicas, la literatura fascinada por las profundidades y los secretos (del jesuita Athanasius Kircher al mismo Verne, claro)…

Ahora bien, contra los que puedan pensar los implacables detractores de la obra, el propósito de Eco no era el mero deslumbramiento intelectual, como no lo era en la tan justamente alabada El nombre de la rosa, donde la minuciosidad con que se describían las herejías medievales o sus debates filosóficos tenían por objeto sustentar la visión humanista que de la vida y del hombre tiene su protagonista, Guillermo de Baskerville. En El péndulo de Foucault se aprecia el mismo planteamiento: la especulación intelectual —o religiosa, o política…—, por sí misma, es estéril si nos dejamos atrapar por ella y olvidamos que debe estar al servicio de un concepto de la vida que no olvide nunca la esencia de la humanidad, y sobre todo que no nos distraiga del hecho fundamental de que la vida hay que vivirla.

Y ese es el gran problema de la novela: que no consigue fundir lo especulativo con lo terrenal. La fascinación que despierta su entramado intelectual no se ve correspondida por las implicaciones que provoca entre los personajes, justo lo contrario de lo que sucedía en El nombre de la rosa. Su reflexión, muy bonita sobre el papel, sobre esas tentaciones que son el ensimismamiento, o la necesidad de creer en un sentido profundo, ajeno a nosotros (por eso es secreto), que aparente dar un sentido al enigma que, por definición, es la existencia o el mundo, tropieza con dos problemas. El primero es la carencia de la necesaria atmósfera que haga verdaderamente inquietantes los juegos que emprenden sus protagonistas: por ejemplo, los distintos escenarios por donde discurre la acción (de Milán a Brasil pasando por París) carecen de la adecuada presencia, no superan la mera condición de ser un decorado que podían haberse intercambiado con cualquier otro.

Pero sobre todo, no consigue que el lector sienta tanto interés por los personajes como por sus fabulaciones: así, la parte final de la novela carece de la tensión dramática necesaria para identificarnos con la angustia de los personajes, para hacer verdaderamente trascendente la transformación que, demasiado tarde, descubren que, como sucede con cualquier rito iniciático, ha acabado por alcanzarlos a ellos, que se creían tan invulnerables en la confortable seguridad de su pequeño y culto mundo cotidiano.

Y es una pena, porque los trazos básicos de los personajes permitían haberlos dotado de una considerable profundidad. En realidad, creo que Eco se dejó devorar por su brillantez especulativa, hurtando las páginas necesarias —y eso que hablamos de una novela muy extensa— que se requerían para la «construcción» de ellos.

Casaubon, el narrador en primera persona, el más joven de los tres, es el personaje a través del cual Eco intenta expresar ese conflicto entre vida e intelecto. En él hay un intento de recrear un prototipo que seguramente él conoció bien: el hombre contradictorio que vivió en primera persona las revueltas universitarias de 1968 y la agitación política de los años 70, intentando no dejarse ganar por el ardor revolucionario para mantener siempre un escepticismo básico. Un escepticismo que, en el fondo, esconde una indudable desorientación vital, como delata primero su nomadismo (una parte de la historia la constituye una estancia en Brasil) y después su entrega entusiasta al Plan. No hay que olvidar que él es quien inicia la rueda de los acontecimientos la noche en que contagia su atracción por los templarios (objeto de su tesis doctoral) a los otros dos, y quien siempre es el gran impulsor de cada vuelta de tuerca, de cada nueva interpretación.

Uno de los mejores momentos del libro es el que relata es la primera visita de Casaubon a la editorial y sus dos habitantes, a los que encuentra inventando nuevas disciplinas para la Facultad de Trivialidad Comparada que están «organizando», del tipo de Literatura Sumeria Contemporánea, Historia de la Literatura Antártica o la Hípica Azteca, a las cuales él contribuye (y así se gana su derecho a que lo contemplen como un par) con la Psicología de las Masas en el Sáhara. No solo es una escena de brillante comicidad, sino que refleja estupendamente la fascinación intelectual que desde el principio sentirá por ese espacio en el que por fin cree encontrar su lugar en el mundo

Belbo, el personaje en principio más complejo de la historia, al que Eco evidentemente entrega un mayor cariño, es un intelectual sin obra, un escritor que ha renunciado a publicar, para quien la editorial supone una cueva, un sancta sanctórum desde el cual encontrar un mínimo sentido a la vida, sin llegar a intervenir propiamente en ella, pese a los lejanos recuerdos de su infancia en un pueblecito donde la guerra se vivió intensamente y su relación sentimental con una mujer de enorme belleza y sensualidad, Lorenza Pellegrini, que lo trata usualmente como un juguete. Belbo es el único personaje de quien Eco intenta hacer un dibujo en profundidad —pues el protagonista, tal vez por tener que hablar de tanto y de tantos, nunca pasará de ser una sombra fugaz—, muchas veces también en primera persona, mediante los relatos que hace a los amigos de su vida durante la guerra o mediante los tortuosos y torturados escritos que confía a su ordenador y que Casaubon lee mientras decide qué debe hacer para ayudar a su amigo.

Grabado procedente del tratado alquimista Atalanta fugiensEn cuanto a Diotallevi, acaba siendo el personaje más circunstancial del trío: un hombre prematuramente envejecido, del que nunca conoceremos el menor dato personal (con lo cual se pretende comunicar su profunda soledad) salvo la reivindicación de su judeidad, la cual, más que un legado de su tradición familiar, es una opción personal, traducida en su devoción por la Cábala. Ahora bien, en demasiados momentos resulta un personaje tan accesorio que diríase que está creado para ejercer de coro de los otros dos, sin aportar nunca nada realmente importante, y que cuando es necesario el escritor lo saca de escena sin que se lo eche en absoluto de menos.

Del resto de personajes hay poco que decir. Las dos mujeres de la historia no terminan de convencer en su propósito de ofrecer la eterna dualidad que lo femenino presenta al hombre (El péndulo de Foucault es una historia decididamente masculina). Lorenza Pellegrini es un fallido intento por parte del autor de recrear el arquetipo de mujer de extravertida sensualidad que levanta tempestades a su alrededor casi sin advertirlo, o sin importarle aunque lo advierta. Lia, la pareja de Casaubon y madre de su hijo, hablando en clave simbólica, es la tierra, la opción de la realidad, y aunque Eco al menos le reserva el papel de disolver como azucarillo la presunta coherencia de los símbolos y las asociaciones que realiza aquél, tampoco recibe el adecuado relieve como para que al lector le duela, hacia el final de la historia, la posibilidad de perderla.

La fauna filo-ocultista que atraviesa las páginas de la novela oscila demasiado entre lo pintoresco y lo grotesco, arrastrando incluso al más interesante de sus miembros: el culto y sofisticado Agliè, el misterioso individuo que gusta de presentarse bajo la aureola de que pueda ser el conde de Saint-Germain, misterioso personaje (real) con fama de arrastrar la maldición de la inmortalidad. Eso sí, al menos hay un personaje conseguido, que es el de Garamond, el dueño de la editorial donde trabajan los tres protagonistas, un verdadero vampiro de la edición, capaz de obtener el máximo beneficio con la mínima implicación (que hace descansar, claro, sobre los propios autores: estoy seguro de que Eco lo creó a partir de algún tipo real), y al que caracteriza un impagable barroquismo expresivo, con el cual siempre consigue no decir… nada.

En resumen: si en El nombre de la rosa Eco daba vida a un personaje inolvidable, Guillermo de Baskerville, y a una jugosa galería de secundarios y complementarios (entre ellos, el mismo narrador, que también lo hacía en primera persona), condicionados todos por una refulgente atmósfera de apasionado conflicto ético y religioso, con lo cual conseguía implicar al lector en la trama desde dentro, en El péndulo de Foucault, en cambio, no consigue que penetremos en su propia ficción, sino que la contemplemos desde fuera, como un mero juego intelectual, sin duda atractivo, pero mucho más pobre.

 El péndulo de Foucault no acierta a fundir las estupendas idea que contiene en el crisol del que surgen las obras maestras, ese cuyo secreto sí que todavía no ha desvelado nadie, pero aun así, el rescate de esta novela durante estas semanas del verano me ha provocado un placer enorme… e inocultable.


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