Haruki Murakami - 1Q84 (Mapa de caracteres)

Un enorme y complejo mapa elaborado por figurativeink nos permite una guía de lectura, un repaso, una segunda lectura... Como sea, creo que vale la pena dedicar un buen rato a echarle un vistazo. En una de esas hasta nos da ganas de volver a leer los tres libros de la maravillosa sinfonía 1Q84.
Ixx, 2021
 


Fuente del mapa de caracteres: 












Tamaru

Se produjo un breve silencio y Tamaru volvió a hablar:
—Creo que el otro día te hablé de que me crié en un orfanato en el corazón de las
montañas de Hokkaido.
—Te separaron de tus padres, fuiste repatriado de Sajalín y entraste ahí
—En aquella institución había un niño dos años más joven que yo. Tenía sangre
negra. Debía de ser hijo de un soldado de la base militar en la zona de Misawa. No
sabía quién era su madre, pero seguramente era una prostituta o la camarera de un
bar. Nada más nacer había sido abandonado por su madre y lo habían llevado a
aquel lugar. Era de constitución más grande que yo, pero un tipo bastante lerdo. Por
supuesto, toda la gente a su alrededor lo maltrataba. El color de su piel era diferente
y esas cosas. Sabes a lo que me refiero.
—Pues sí.
—Yo tampoco era japonés, así que, dadas las circunstancias, me encargaba de
protegerlo. Al fin y al cabo, procedíamos de un medio parecido. Un coreano
expatriado de Sajalín y un mestizo hijo de un negro y una puta de las que se iban con
los soldados extranjeros durante la ocupación de Japón en la posguerra. La casta más
baja. Pero, por suerte, me curtí. Me hice fuerte. En cambio, él no. Si lo dejaba, iba a
acabar muriendo, porque estábamos en un entorno en el cual si no eras espabilado ni
fuerte en las peleas, no podías sobrevivir. —Aomame permanecía callada,
escuchándolo—. Era imposible dejarle hacer algo. Era incapaz de hacer bien una sola
cosa. Ni siquiera podía abrocharse los botones él solo o limpiarse bien el culo. Sin
embargo, se le daba muy bien la escultura. Con algunos escoplos y madera
enseguida hacía una magnífica talla. Tenía una imagen en la cabeza y le daba cuerpo
de forma precisa, tal cual, sin necesidad de boceto. De manera minuciosa y realista.
Como una especie de genio. ¡Era increíble!
—Un savant —dijo Aomame.
—Sí, en efecto. Yo lo supe más tarde. Es lo que se llama un savant, una persona
con el síndrome del sabio. Alguien dotado de un talento fuera de lo común. Pero por
aquel entonces nadie sabía que eso existía. Se pensaba que tenía retraso mental.
Aunque era tardo, era un niño hábil con las manos al que se le daba bien tallar
madera. Al principio, por alguna razón, sólo tallaba ratones. Los ratones los hacía de
maravilla. Parecía que estuvieran vivos. Pero no hacía otra cosa que no fueran
ratones. Todos le decían que tallara algún otro animal. Un caballo, o un oso... Para
ello, lo llevaron ex profeso al zoológico. Sin embargo, él no mostraba ningún interés
por los otros animales, así que al final todos se dieron por vencidos y dejaron que
tallara ratones. Que hiciera lo que le diera la gana. Tallaba ratones de diferentes
formas, tamaños y aspectos. Era raro a más no poder, porque en el orfanato no había
ningún ratón. Hacía demasiado frío y no había nada que comer. Aquel orfanato era
demasiado pobre incluso para un ratón. Nadie comprendía por qué se emperraba en
tallar ratones... En todo caso, sus ratones se hicieron famosos, salieron en los
periódicos locales y aparecieron algunas personas que querían comprárselos.
Entonces el director del orfanato, un cura católico, se llevó los ratones de madera a
una tienda de artesanía y allí los vendieron a los turistas. Aunque debieron de sacar 
algo de dinero, él, por supuesto, no vio ni un solo yen a cambio. No sé qué ocurriría,
pero supongo que los superiores del orfanato lo emplearon en algo. Le
proporcionaban herramientas y madera, y él no hacía más que tallar ratones en un
taller. Bueno, como lo eximían de trabajar en el campo y, entretanto, podía dedicarse
a tallar ratones a solas, debía de ser bastante feliz.
—¿Y qué fue de su vida?
—Eso no lo sé. Yo huí del orfanato cuando tenía catorce años y desde entonces
he vivido solo. Me subí en cuanto pude en un transbordador, atravesé el mar hasta la
isla principal y jamás he vuelto a poner un pie en Hokkaido. La última vez que lo vi,
tallaba ratones sin descanso, inclinado sobre el banco de trabajo. Cuando trabajaba,
no escuchaba nada de lo que le decías, así que no me despedí. Si ha sobrevivido,
supongo que seguirá tallando ratones en alguna parte, porque era prácticamente lo
único que sabía hacer. —Aomame esperó en silencio a que prosiguiera—. Aún hoy
me acuerdo a menudo de él. La vida en el orfanato era terrible. La comida era escasa,
siempre andábamos famélicos y en invierno hacía frío. Las faenas que teníamos que
hacer eran muy duras, y las vejaciones que soportábamos de los niños mayores,
espantosas. Pero daba la impresión de que a él no le resultaba demasiado penoso
vivir allí. Tenía sus escoplos y parecía feliz tallando ratones él solo. Cuando cogía el
escoplo, a veces parecía que enloquecía, pero aparte de eso era un chaval bastante
obediente. No incordiaba a nadie. El sólo tallaba ratones en silencio. Cogía un trozo
de madera, lo miraba fijamente durante un buen rato y veía qué ratón se ocultaba allí
y qué aspecto tenía. Tardaba bastante tiempo en verlo, pero una vez que lo veía,
luego sólo tenía que blandir el escoplo y extraer al ratón de dentro del pedazo de
madera. ¡Nunca mejor dicho! «Extraer al ratón.» Y el ratón extraído parecía que se iba
a echar a andar en cualquier instante. En definitiva, lo que hacía era liberar ratones
imaginarios atrapados dentro de aquellos pedazos de madera.
—Y tú protegías a ese chico.
—Bueno, no puede decirse que yo quisiera hacerlo, pero al fin y al cabo me vi
abocado a esa posición. Era mi posición. Una vez dada la posición, no había más
remedio que defenderla. Eran las reglas del lugar, así que las obedecí. Si, por
ejemplo, alguien le cogía el escoplo para gastarle una broma, yo iba y le partía la
cara. Ya fuesen mayores que yo, más corpulentos o incluso varios a la vez, yo les
partía la cara. Por supuesto, a veces también me la partían a mí. Unas cuantas veces.
Pero el asunto no era ganar o perder. Tanto si partía yo caras como si me la partían
ellos a mí, siempre recuperaba el escoplo y se lo devolvía. Eso era lo importante.
¿Entiendes?
—Creo que sí —dijo Aomame—, Pero al final abandonaste a ese niño.
Tenía que irme a vivir solo y no podía estar ocupándome de él para siempre.
No podía permitírmelo. Era inevitable.
Aomame volvió a abrir la mano derecha y la observó.
—He visto varias veces que tienes una pequeña talla de un ratón. ¿La hizo él?
—¡Ah!, sí. Me regaló uno. Cuando huí de la institución, me lo llevé conmigo.
Todavía lo tengo.

**-*9

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