Haruki Murakami - La muerte del comendador II

Comparto tres críticas en diferentes tonos de la obra en dos tomos de Haruki Murakami: La muerte del comendador. Es un libro que me resultó extraño, que me dejó diversas sensaciones, un sinsabor de que algo quedaba inconcluso al cabo de un largo y típico viaje al estilo que nos tiene acostumbrados el autor japonés. Tal vez en este caso los referentes a la cultura nipona nos dejen un poco afuera del verdadero trasfondo del relato. No obstante es un paseo agradable que siempre vale la pena emprender.
Me pareció que los tres posteos que elegí pueden brindar algunas variantes de lo que quiero decir.
Ixx, may21


Haruki Murakami, La muerte del comendador

Una novela de casi mil páginas repartidas en dos volúmenes planteará demasiados temas como para ser abordados en cualquier reseña. Los lectores de Murakami sabrán de antemano que la música será protagónica. Entre tantos sonidos se destaca El caballero de la rosa, de Richard Strauss, que el protagonista escucha junto a su singular vecino y cliente Wataru Menshiki, pero por su peso en el argumento hay que mencionar a  Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni (El libertino castigado o el Don Juan), una ópera bufa o cómica donde se mezclan la comedia, el melodrama y los elementos sobrenaturales. Don Giovanni consta de dos actos con música de Wolfgang Amadeus Mozart y libreto en italiano de Lorenzo da Ponte basado en la obra original El burlador de Sevilla y Convidado de piedra de Tirso de Molina.

Murakami no hace ninguna alusión a la obra de Tirso de Molina. El interés del novelista está puesto en una escena de la ópera: el momento en que Don Giovanni mata al comendador, porque esta escena ha sido pintada por uno de los personajes de la novela Tomohiko Amada, un pintor de prestigio, quien la ha llamado “La muerte del comendador”. La obra permanecía escondida en un desván y resulta evidente que el autor no ha querido darla a conocer.
En esta novela de Murakami será la pintura y no la música la que ocupe un rol principal.
Repasemos un poco parte del argumento: El protagonista de la novela, un retratista, luego de que su esposa Yusu rompe la relación entre ellos, pasa un mes y medio vagando por Japón hasta que se rompe su auto. Su ex compañero de estudios en bellas artes (Masahiko Amada) le presta una casa en las montañas en las afueras de Odawara. La casa es del padre de Masahiko (Tomohiko Amada, el pintor), que se encuentra internado en una residencia de ancianos, con la conciencia perdida.  
El protagonista descubre el cuadro cuando sube al desván por haber escuchado unos ruidos extraños causados por un búho gris. El cuadro está pintado según la técnica tradicional japonesa y ambientada en el periodo Asuka (552-710), al igual que los cuadro más famosos de Tomohiko Amada. ¿Por qué su autor ha decidido ocultarlo?

Tomohiko había nacido en una familia de terratenientes. Estudió pintura entre 1936 y 1939, año de la Anchluss (anexión de Austria a Alemania). Al parecer, junto con su novia austríaca, participó en una revuelta antinazi en la que todos sus compañeros resultaron muertos, incluso su novia. Él padeció tortura pero salvó su vida, gracias a las relaciones estrechas entre Japón y Alemania, fue deportado a Japón. Tuvo que sufrir el suicidio de su hermano Tsuguhiko, tras su participación en la guerra chino japonesa. Tsuguhiko era un joven sensible, estudiante de música, que fue obligado a torturar y matar en el episodio de la guerra chino-japonesa conocido como “la violación de Nankin”. El suicidio se consideraba vergonzoso en una sociedad que adoraba a los guerreros. Después de tantos episodios violentos, Tomohiko –que había sido pintor vanguardista que seguía las técnicas occidentales- permaneció fuera de la escena pública durante muchos años para regresar y conseguir el éxito con sus cuadros ambientados en el periodo Asuka, pintados en el estilo y la técnica tradicional japonesa.
La escena retratada en el cuadro “La muerte del comendador” es muy sangrienta y el protagonista de la novela sospecha que en el cuadro ha pintado algo muy significativo para él, probablemente algo de lo sucedido en Austria antes de la deportación o quizás lo que hubiera querido que sucediera.
El descubrimiento del cuadro es doblemente importante en la novela que lleva su nombre, porque forma parte de la reflexión sobre el arte y el proceso creativo que la atraviesa y porque pone en movimiento una serie de eventos, naturales y sobrenaturales.

En las novelas y cuentos de Murakami aparecen explícitos o latentes mundos paralelos, con sus reglas y modos. Y las paredes entre estos mundos y el que los protagonistas consideran real a veces son atravesadas. Este modo de contar le permite explorar subjetividades y ampliar las experiencias, por lo que muchos creen que lo suyo es una especie de realismo mágico a la japonesa o  de surrealismo. Lo cierto es que toma elementos del fantástico japonés y en esta novela cita incluso a uno de sus autores más importantes: Akinari Ueda, que destacó en el género yomihon, una tendencia literaria con mucha influencia de la literatura china y que combina el realismo con el género fantástico. Uno de los relatos de Ueda cumple un rol argumental importante en esta novela de Murakami, que descubrirá el lector, y que está relacionado con extrañas costumbres de los monjes budistas.

El retratista (y personaje principal) cruza el umbral hacia el fantástico a partir del sonido de una campanita en la madrugada que lo llevará desde el encuentro con el Comendador hasta el cruce final por el peligroso mundo de las dobles metáforas. El cruce hacia otros mundos tiene extraordinarias consecuencias en las obras de este autor, y no siempre los personajes regresan al mundo real, o regresan trastornados. En esta novela desaparece Marie Akikawa, una adolescente que es alumna del protagonista y que concurre a su casa en compañía de su tía Shoko Akikawa para que le hagan su retrato. La madre de Marie ha muerto y el padre no está demasiado presente en su vida.  ¿Ha cruzado la frontera Marie a otro mundo? ¿Regresará? Para saberlo será preciso leer esta novela.

El vecino Wataru Menshiki es un millonario excéntrico que vive retirado en un palacete en la alta montaña, enfrentado tanto a la casa del retratista como a la de Marie Akikawa. Menshiki compró ese palacete para espiar (con un telescopio digno de la NASA) a Marie, ya que es hija de un ex novia suya y bien podría ser su hija. Este espionaje nos recuerda a El gran Gatsby, una novela de 1925 escrita por el autor estadounidense F. Scott Fitzgerald cuyo protagonista estalkea a su ex novia. Para poder acercarse a Marie, Menshiki se ha ganado la amistad del retratista y tratará de seducir a la tía Shoko.
La soledad por la separación matrimonial, la amistad de Menshiki, el hallazgo de la pintura de Amada y de la extraña campanita en el bosque despertarán al artista que yacía en el interior del protagonista que romperá los moldes del retrato tradicional con el que se venía ganando la vida cuando pinta el retrato de Menshiki y que irá logrando más riqueza en el retrato de Marie, en el del pozo donde había hallado la campanita (notable el papel que juegan los pozos en las novelas de Murakami, recordemos la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo) y en otro retrato: el del hombre del Subaru Forester, un personaje siniestro que el narrador considera en un momento como una parte oscura de sí mismo, y que conoció tras su separación en una excepcional circunstancia.

Cada personaje, como cada persona, cruza la historia en su propio viaje existencial. A los lectores de la novela nos toca acompañar a este pintor en lo que queda del suyo y que tiene que ver con la muerte de su hermana Komi. Desde las primeras páginas del libro nos enteramos de que ese viaje es circular y que él volverá junto a Yusu porque han decidido darse “otra oportunidad”, pero es el recorrido lo que vale la pena. Y a ese recorrido le resta todavía una parte importante, una prueba a superar. Por eso visitará al anciano Amada en la residencia geriátrica de Usu y se aventurará a cruzar al otro lado guiado por los personajes de su cuadro. Prefiero no espoliear nada de ese recorrido y dejo una cita del libro:

"Mi hermana se llamaba Komichi, pero para todos los de la familia era Komi. Sus amigos la llamaban Michi o Michan. Que yo sepa, nadie usaba su nombre verdadero. Era una niña menuda y delgada. Tenía el pelo negro muy liso, siempre lo llevaba justo por debajo de la nuca. Sus ojos eran grandes en proporción al tamaño de la cara (en especial sus pupilas), y eso le daba un aire de pequeña hada. Aquel día llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros azul claro. Después de adentrarnos un poco en la cueva, mi hermana encontró una pequeña abertura lateral algo apartada de la ruta principal. Parecía la boca de un túnel y estaba oculta tras una roca. Por alguna razón, aquel lugar pareció interesarle mucho.
—¿No te parece el agujero de Alicia? —me preguntó. Era una entusiasta de Alicia en el País de las Maravillas. No sé cuántas veces tuve que leérselo. Al menos cien. Había aprendido a leer desde muy pequeña, pero le gustaba que yo le leyese en voz alta. Se sabía toda la trama de memoria, sin embargo, siempre era como la primera vez. Su parte preferida era la del baile de las langostas, aún hoy podría recitarla de memoria.
—Parece que no hay conejos —dije.
—Voy a echar un vistazo —se aventuró ella.
—Ten cuidado. Era un agujero realmente angosto (en palabras de mi tío, un kazaana), pero como era pequeña se deslizó adentro sin ninguna dificultad. Primero introdujo la cabeza y el tronco, y yo solo alcanzaba a ver sus pantorrillas. Exploró el interior con la linterna y al poco tiempo retrocedió y salió.
—Es muy profundo —me informó—. Al fondo del todo empieza a descender, como el agujero de Alicia. Me gustaría ver qué hay allí abajo.
—No, no. Es demasiado peligroso —dije yo cauteloso.
—No te preocupes, soy pequeña y me puedo mover sin dificultad. Nada más decirlo se quitó el cortavientos y se quedó solo con la camiseta blanca. Me lo dio con el casco y, antes de que pudiera protestar, se coló ágilmente adentro con la linterna en la mano. En un abrir y cerrar de ojos había desaparecido de mi vista. Pasó mucho tiempo y ella seguía sin salir. No oía ningún ruido.
—¡Komi! —grité—. ¡Komi! ¿Estás bien? Mi voz ni siquiera producía eco. La oscuridad se la tragaba sin más. Empecé a inquietarme. Quizá se había quedado atrapada en algún recoveco y no podía avanzar ni retroceder. Quizá le había pasado algo a su corazón y había perdido la conciencia. En cualquier caso, yo no podía entrar a rescatarla, y me asaltaron infinidad de temores pensando en las cosas horribles que podían pasarle. (…) Sin embargo, por fin regresó. No lo hizo reculando, sino que primero asomó la cabeza, su pelo negro, después los brazos, los hombros, las caderas y, por último, las zapatillas de color rosa. Se puso de pie sin decir nada, se estiró y, después de inspirar y espirar despacio varias veces, se sacudió la tierra de los vaqueros. Mi corazón aún latía desbocado. Alargué la mano para arreglarle el pelo. Bajo la luz mortecina que iluminaba la cueva no veía bien, pero parecía que también se había manchado la camiseta. Le eché el cortavientos por los hombros y le devolví el casco. (…)
Salimos de la cueva y regresamos al luminoso mundo real. El sol estaba oculto tras una fina capa de nubes y, no obstante, la luz era cegadora. El canto de las cigarras lo inundaba todo, como si fuera un intenso aguacero. Nuestro tío estaba sentado en un banco junto a la entrada, concentrado en su libro. Nada más vernos, sonrió y se levantó. Mi hermana murió dos años después. La metieron en un pequeño ataúd y luego lo quemaron. Yo tenía quince años. Ella doce. Me senté solo en un banco del patio del crematorio lejos de los demás y me acordé de la cueva, de lo lento que transcurrió el tiempo mientras esperaba a que saliera de aquel pequeño agujero, de la oscuridad tan densa, de los escalofríos que me recorrían la médula espinal. También me acordé de cómo apareció su cabello negro por el agujero, sus brazos, sus hombros. Me vino a la cabeza la imagen de las manchas de tierra en su camiseta blanca. Antes de que el médico certificase oficialmente su muerte, es posible que ya hubiera perdido la vida en el interior de aquel agujero. Eso pensaba. Más bien estaba convencido de ello. Habíamos subido al tren sin soltarnos de la mano para volver a Tokio, y yo asumía que seguía viva, pero, en realidad, se había perdido en el fondo del agujero, se había alejado del mundo. Después de aquel día transcurrieron dos años en los que volvimos a ser el hermano mayor y la hermana pequeña de siempre, pero ese tiempo solo fue un breve aplazamiento. A lo mejor, transcurridos los dos años, la muerte salió a rastras de aquel lugar para reclamar su espíritu, como haría alguien para reclamar algo que ha prestado, una vez vencido el plazo de devolución".

Fuentes leídas:
https://www.youtube.com/watch?v=xOzI-luvgio

Haruki Murakami
La muerte del comendador
Traducción de Yoko Ogihara. Tusquets. Barcelona, 2019. Dos volúmenes. 480 y 495 páginas.



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La muerte del comendador 1 y 2
Haruki Murakami


RAFAEL NARBONA18 enero, 2019

Haruki Murakami. Foto: Iván Giménez

Traducción de Yoko Ogihara. Tusquets. Barcelona, 2019. Dos volúmenes. 480 y 495 páginas. 21,90 € c/u. Ebook: 12,34 €

¿Se puede reescribir el pasado? ¿Qué papel desempeñan las ideas y las metáforas en la configuración de la realidad? ¿Existen seres humanos completos, o todos nos hallamos a medio hacer, esperando una iluminación que nos ayude a cerrar la espiral donde se agitan nuestras vidas? Haruki Murakami (Kioto, 1949) vuelve al terreno de la ficción con La muerte del comendador, una novela monumental (publicada en dos volúmenes) que aborda las grandes preguntas de la existencia, sin retroceder ante ningún tema o encogerse ante la magnitud del desafío.

Desde hace un tiempo, un sector de la crítica literaria fantasea con ajusticiar a Murakami, apilando argumentos al pie de una hoguera que nunca termina de arder. Se cuestionan sin cesar sus méritos para recibir el Nobel de Literatura, pero el escritor japonés, lejos de desanimarse, ha decidido responder a los ataques con una magnífica novela, donde combina lo real y lo fantástico, explotando las fecundas posibilidades del realismo mágico y las lecciones del surrealismo. La fusión de lo empírico y lo imaginario a veces produce intolerables disonancias, pero Murakami ha neutralizado los riesgos, administrando sabiamente los contrastes. Su fórmula no esconde su deuda con Ueda Akinari, escritor del período Edo (1603-1867) que destacó en el género yomihon, una tendencia literaria que combina el realismo práctico del confucianismo con el delicado lirismo de las leyendas japonesas, trufadas de elementos sobrenaturales.

'La muerte del comendador' es una magnífica novela que explora las fecundas posibilidades del realismo mágico y el surrealismo.

A medio camino entre el folletín decimonónico y la novela-río, La muerte del comendador narra la historia de dos pintores que sufren una crisis artística y vital cuando sus carreras parecían estancadas. Tomohiko Amada comienza su carrera en los felices años veinte. Al principio, imita el arte occidental, asimilando las lecciones de las vanguardias históricas. Su pincel explora las posibilidades de la abstracción, intentando captar las turbulencias de la mente humana. Viaja a Viena para perfeccionar su estilo, implicándose -poco después del Anschluss- en una conspiración contra los nazis. Pagará un alto precio por su aventura. Gracias a las buenas relaciones del Japón imperial con la Alemania de Hitler, salvará la vida, pero la experiencia dejará una profunda huella en su alma, abocándole a una existencia conventual y a una pintura basada en los preceptos de la técnica tradicional japonesa. La figuración desplazará a la abstracción, pero no se tratará de un simple giro formal, sino de algo más profundo que afectará a su interpretación de la realidad. El protagonista y narrador de la novela, cuyo nombre se borra bajo el aluvión de acontecimientos de una trama caudalosa, se instala en su casa de la península de Izu, poco después de ser abandonado por su mujer. No es un artista exigente, sino un pintor que realiza retratos por encargo. Su habilidad con el pincel carece de la ambición de Tomohiko Amada. No obstante, hay un latido de insatisfacción en su interior, demandando cuadros con más sustancia. Amada es un anciano con Alzheimer y el pintor de retratos roza los cuarenta años, la edad del maestro cuando escuchaba a Mozart en Viena y luchaba clandestinamente contra las autoridades alemanas. A pesar de que les separan casi cinco décadas, sus destinos están secretamente entrelazados.

El pintor de encargos nunca ha superado la pérdida de su hermana Komi, que murió a los doce años por culpa de una patología cardíaca. Ha buscado su eco en todas las mujeres, intentando descubrir un canal de comunicación entre los vivos y los muertos. El hallazgo de La muerte del comendador, un cuadro desconocido de Tomohiko Amada, le producirá una auténtica conmoción, obligándole a replantarse su concepción del arte y la vida. En esa obra, el pincel de Amada baila sobre el lienzo, destacando la trascendencia de los espacios en blanco. Como apuntaba Debussy, la nada es quizás el aspecto más prodigioso del milagro estético, pues refleja la paradoja más chocante del cosmos, donde el no-ser desempeña una función esencial. La física corroboró esa intuición al explicar que el átomo es fundamentalmente vacío. La muerte del comendador dormía en un desván, morada eventual de un búho gris. Es evidente que Murakami alude al vuelo de la filosofía, que comienza su vuelo al caer de la noche. Necesitamos los símbolos para esclarecer los enigmas de un mundo que apenas comprendemos, pese a ser nuestro hogar. El cuadro de Amada reproduce una escena de Don Giovanni, la ópera de Mozart, pero adaptada al escenario del Japón tradicional. El juego de líneas que ocupa el centro de la obra no es un mero artificio, sino un ardid ontológico concebido para reparar el horror desatado en la Violación de Nankín y la Kristallnacht. El arte no se limita a reproducir. Su función principal es curar, reparar las heridas del pasado, abriendo cauces hacia un mañana ético.

Destacan las reflexiones sobre el proceso creador, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas.

El arte es un grito, pero también silencio. El protagonista escucha una y otra vez El caballero de la rosa, de Richard Strauss, acompañado por su misterioso vecino Wataru Menshiki, un hombre de negocios de mediana edad que le encargará un retrato, pidiéndole que deje volar su creatividad, sin preocuparse del parecido con el original. Debe seguir el ejemplo de Strauss, cuya meta es captar la esencia de las cosas. El verdadero arte no aspira a la perfección formal, sino a la comunión con la eternidad. Sólo el artista puede atisbar la presencia de los muertos en el devenir.

El descubrimiento por azar de las ruinas de un viejo santuario taoísta introduce en la trama una dimensión sobrenatural. Murakami cita “El lazo de dos vidas”, un cuento de Ueda Akinari que habla de uno de esos monjes que pedían ser enterrados vivos para meditar hasta alcanzar la iluminación eterna. Agonizaban lentamente mientras hacían sonar una campanilla o un gong. Con mentalidad de filósofo ilustrado, Ueda Akinari se burla de su sacrificio, pero Murakami no comparte su escepticismo. En el siglo XXI, se conocen los frutos de la razón: Treblinka, Nankín, el Muro de Berlín, Fukushima. Abrir la mente a lo sobrenatural, ya no es una claudicación, sino un gesto de esperanza.

Murakami no prescinde de sus fetiches particulares: el jazz, el sexo, el fracaso sentimental, los Beatles, Kafka, los vinilos, la soledad, el suicidio, el inacabable tránsito hacia la madurez. No estorban a la historia, pero no constituyen el aspecto más valioso. En cambio, las reflexiones sobre el proceso creador, el conocimiento, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas, destacan sobre el conjunto, revelando el enorme talento de Murakami.

El escritor japonés es un prestidigitador que nunca aburre, que sabe encajar todas las piezas y que esta vez no se ha conformado con narrar, lanzándose a los abismos de la conciencia. El viaje al inframundo del protagonista evoca la peripecia de Ulises en el Hades. El agujero o celda por el que transitan varios personajes recuerda el retiro de San Jerónimo penitente, tendiendo un puente entre el cristianismo y el budismo. El mundo parece muy poco cuando se sueña con un absoluto capaz de aplacar el terror que nos infunde nuestra finitud.

Es curioso que Murakami finalice su novela con la misma conclusión que formula Michel Houellebecq en su nueva novela, Serotonina: “Es posible que no haya nada absolutamente cierto en este mundo, pero debemos creer en algo”. El fracaso del pensamiento débil, que invocaba el relativismo y la transversalidad, ha abierto paso a una angustia existencial hambrienta de certezas. Los arcos del tiempo apuntan de nuevo hacia la eternidad.

@Rafael_Narbona

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