viernes, 7 de mayo de 2021

Haruki Murakami - La muerte del comendador

Comparto tres críticas en diferentes tonos de la obra en dos tomos de Haruki Murakami: La muerte del comendador. Es un libro que me resultó extraño, que me dejó diversas sensaciones, un sinsabor de que algo quedaba inconcluso al cabo de un largo y típico viaje al estilo que nos tiene acostumbrados el autor japonés. Tal vez en este caso los referentes a la cultura nipona nos dejen un poco afuera del verdadero trasfondo del relato. No obstante es un paseo agradable que siempre vale la pena emprender.
Me pareció que los tres posteos que elegí pueden brindar algunas variantes de lo que quiero decir.
Ixx, may21


Haruki Murakami, La muerte del comendador

Una novela de casi mil páginas repartidas en dos volúmenes planteará demasiados temas como para ser abordados en cualquier reseña. Los lectores de Murakami sabrán de antemano que la música será protagónica. Entre tantos sonidos se destaca El caballero de la rosa, de Richard Strauss, que el protagonista escucha junto a su singular vecino y cliente Wataru Menshiki, pero por su peso en el argumento hay que mencionar a  Il dissoluto punito, ossia il Don Giovanni (El libertino castigado o el Don Juan), una ópera bufa o cómica donde se mezclan la comedia, el melodrama y los elementos sobrenaturales. Don Giovanni consta de dos actos con música de Wolfgang Amadeus Mozart y libreto en italiano de Lorenzo da Ponte basado en la obra original El burlador de Sevilla y Convidado de piedra de Tirso de Molina.

Murakami no hace ninguna alusión a la obra de Tirso de Molina. El interés del novelista está puesto en una escena de la ópera: el momento en que Don Giovanni mata al comendador, porque esta escena ha sido pintada por uno de los personajes de la novela Tomohiko Amada, un pintor de prestigio, quien la ha llamado “La muerte del comendador”. La obra permanecía escondida en un desván y resulta evidente que el autor no ha querido darla a conocer.
En esta novela de Murakami será la pintura y no la música la que ocupe un rol principal.
Repasemos un poco parte del argumento: El protagonista de la novela, un retratista, luego de que su esposa Yusu rompe la relación entre ellos, pasa un mes y medio vagando por Japón hasta que se rompe su auto. Su ex compañero de estudios en bellas artes (Masahiko Amada) le presta una casa en las montañas en las afueras de Odawara. La casa es del padre de Masahiko (Tomohiko Amada, el pintor), que se encuentra internado en una residencia de ancianos, con la conciencia perdida.  
El protagonista descubre el cuadro cuando sube al desván por haber escuchado unos ruidos extraños causados por un búho gris. El cuadro está pintado según la técnica tradicional japonesa y ambientada en el periodo Asuka (552-710), al igual que los cuadro más famosos de Tomohiko Amada. ¿Por qué su autor ha decidido ocultarlo?

Tomohiko había nacido en una familia de terratenientes. Estudió pintura entre 1936 y 1939, año de la Anchluss (anexión de Austria a Alemania). Al parecer, junto con su novia austríaca, participó en una revuelta antinazi en la que todos sus compañeros resultaron muertos, incluso su novia. Él padeció tortura pero salvó su vida, gracias a las relaciones estrechas entre Japón y Alemania, fue deportado a Japón. Tuvo que sufrir el suicidio de su hermano Tsuguhiko, tras su participación en la guerra chino japonesa. Tsuguhiko era un joven sensible, estudiante de música, que fue obligado a torturar y matar en el episodio de la guerra chino-japonesa conocido como “la violación de Nankin”. El suicidio se consideraba vergonzoso en una sociedad que adoraba a los guerreros. Después de tantos episodios violentos, Tomohiko –que había sido pintor vanguardista que seguía las técnicas occidentales- permaneció fuera de la escena pública durante muchos años para regresar y conseguir el éxito con sus cuadros ambientados en el periodo Asuka, pintados en el estilo y la técnica tradicional japonesa.
La escena retratada en el cuadro “La muerte del comendador” es muy sangrienta y el protagonista de la novela sospecha que en el cuadro ha pintado algo muy significativo para él, probablemente algo de lo sucedido en Austria antes de la deportación o quizás lo que hubiera querido que sucediera.
El descubrimiento del cuadro es doblemente importante en la novela que lleva su nombre, porque forma parte de la reflexión sobre el arte y el proceso creativo que la atraviesa y porque pone en movimiento una serie de eventos, naturales y sobrenaturales.

En las novelas y cuentos de Murakami aparecen explícitos o latentes mundos paralelos, con sus reglas y modos. Y las paredes entre estos mundos y el que los protagonistas consideran real a veces son atravesadas. Este modo de contar le permite explorar subjetividades y ampliar las experiencias, por lo que muchos creen que lo suyo es una especie de realismo mágico a la japonesa o  de surrealismo. Lo cierto es que toma elementos del fantástico japonés y en esta novela cita incluso a uno de sus autores más importantes: Akinari Ueda, que destacó en el género yomihon, una tendencia literaria con mucha influencia de la literatura china y que combina el realismo con el género fantástico. Uno de los relatos de Ueda cumple un rol argumental importante en esta novela de Murakami, que descubrirá el lector, y que está relacionado con extrañas costumbres de los monjes budistas.

El retratista (y personaje principal) cruza el umbral hacia el fantástico a partir del sonido de una campanita en la madrugada que lo llevará desde el encuentro con el Comendador hasta el cruce final por el peligroso mundo de las dobles metáforas. El cruce hacia otros mundos tiene extraordinarias consecuencias en las obras de este autor, y no siempre los personajes regresan al mundo real, o regresan trastornados. En esta novela desaparece Marie Akikawa, una adolescente que es alumna del protagonista y que concurre a su casa en compañía de su tía Shoko Akikawa para que le hagan su retrato. La madre de Marie ha muerto y el padre no está demasiado presente en su vida.  ¿Ha cruzado la frontera Marie a otro mundo? ¿Regresará? Para saberlo será preciso leer esta novela.

El vecino Wataru Menshiki es un millonario excéntrico que vive retirado en un palacete en la alta montaña, enfrentado tanto a la casa del retratista como a la de Marie Akikawa. Menshiki compró ese palacete para espiar (con un telescopio digno de la NASA) a Marie, ya que es hija de un ex novia suya y bien podría ser su hija. Este espionaje nos recuerda a El gran Gatsby, una novela de 1925 escrita por el autor estadounidense F. Scott Fitzgerald cuyo protagonista estalkea a su ex novia. Para poder acercarse a Marie, Menshiki se ha ganado la amistad del retratista y tratará de seducir a la tía Shoko.
La soledad por la separación matrimonial, la amistad de Menshiki, el hallazgo de la pintura de Amada y de la extraña campanita en el bosque despertarán al artista que yacía en el interior del protagonista que romperá los moldes del retrato tradicional con el que se venía ganando la vida cuando pinta el retrato de Menshiki y que irá logrando más riqueza en el retrato de Marie, en el del pozo donde había hallado la campanita (notable el papel que juegan los pozos en las novelas de Murakami, recordemos la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo) y en otro retrato: el del hombre del Subaru Forester, un personaje siniestro que el narrador considera en un momento como una parte oscura de sí mismo, y que conoció tras su separación en una excepcional circunstancia.

Cada personaje, como cada persona, cruza la historia en su propio viaje existencial. A los lectores de la novela nos toca acompañar a este pintor en lo que queda del suyo y que tiene que ver con la muerte de su hermana Komi. Desde las primeras páginas del libro nos enteramos de que ese viaje es circular y que él volverá junto a Yusu porque han decidido darse “otra oportunidad”, pero es el recorrido lo que vale la pena. Y a ese recorrido le resta todavía una parte importante, una prueba a superar. Por eso visitará al anciano Amada en la residencia geriátrica de Usu y se aventurará a cruzar al otro lado guiado por los personajes de su cuadro. Prefiero no espoliear nada de ese recorrido y dejo una cita del libro:

"Mi hermana se llamaba Komichi, pero para todos los de la familia era Komi. Sus amigos la llamaban Michi o Michan. Que yo sepa, nadie usaba su nombre verdadero. Era una niña menuda y delgada. Tenía el pelo negro muy liso, siempre lo llevaba justo por debajo de la nuca. Sus ojos eran grandes en proporción al tamaño de la cara (en especial sus pupilas), y eso le daba un aire de pequeña hada. Aquel día llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros azul claro. Después de adentrarnos un poco en la cueva, mi hermana encontró una pequeña abertura lateral algo apartada de la ruta principal. Parecía la boca de un túnel y estaba oculta tras una roca. Por alguna razón, aquel lugar pareció interesarle mucho.
—¿No te parece el agujero de Alicia? —me preguntó. Era una entusiasta de Alicia en el País de las Maravillas. No sé cuántas veces tuve que leérselo. Al menos cien. Había aprendido a leer desde muy pequeña, pero le gustaba que yo le leyese en voz alta. Se sabía toda la trama de memoria, sin embargo, siempre era como la primera vez. Su parte preferida era la del baile de las langostas, aún hoy podría recitarla de memoria.
—Parece que no hay conejos —dije.
—Voy a echar un vistazo —se aventuró ella.
—Ten cuidado. Era un agujero realmente angosto (en palabras de mi tío, un kazaana), pero como era pequeña se deslizó adentro sin ninguna dificultad. Primero introdujo la cabeza y el tronco, y yo solo alcanzaba a ver sus pantorrillas. Exploró el interior con la linterna y al poco tiempo retrocedió y salió.
—Es muy profundo —me informó—. Al fondo del todo empieza a descender, como el agujero de Alicia. Me gustaría ver qué hay allí abajo.
—No, no. Es demasiado peligroso —dije yo cauteloso.
—No te preocupes, soy pequeña y me puedo mover sin dificultad. Nada más decirlo se quitó el cortavientos y se quedó solo con la camiseta blanca. Me lo dio con el casco y, antes de que pudiera protestar, se coló ágilmente adentro con la linterna en la mano. En un abrir y cerrar de ojos había desaparecido de mi vista. Pasó mucho tiempo y ella seguía sin salir. No oía ningún ruido.
 —¡Komi! —grité—. ¡Komi! ¿Estás bien? Mi voz ni siquiera producía eco. La oscuridad se la tragaba sin más. Empecé a inquietarme. Quizá se había quedado atrapada en algún recoveco y no podía avanzar ni retroceder. Quizá le había pasado algo a su corazón y había perdido la conciencia. En cualquier caso, yo no podía entrar a rescatarla, y me asaltaron infinidad de temores pensando en las cosas horribles que podían pasarle. (…) Sin embargo, por fin regresó. No lo hizo reculando, sino que primero asomó la cabeza, su pelo negro, después los brazos, los hombros, las caderas y, por último, las zapatillas de color rosa. Se puso de pie sin decir nada, se estiró y, después de inspirar y espirar despacio varias veces, se sacudió la tierra de los vaqueros. Mi corazón aún latía desbocado. Alargué la mano para arreglarle el pelo. Bajo la luz mortecina que iluminaba la cueva no veía bien, pero parecía que también se había manchado la camiseta. Le eché el cortavientos por los hombros y le devolví el casco. (…)
Salimos de la cueva y regresamos al luminoso mundo real. El sol estaba oculto tras una fina capa de nubes y, no obstante, la luz era cegadora. El canto de las cigarras lo inundaba todo, como si fuera un intenso aguacero. Nuestro tío estaba sentado en un banco junto a la entrada, concentrado en su libro. Nada más vernos, sonrió y se levantó. Mi hermana murió dos años después. La metieron en un pequeño ataúd y luego lo quemaron. Yo tenía quince años. Ella doce. Me senté solo en un banco del patio del crematorio lejos de los demás y me acordé de la cueva, de lo lento que transcurrió el tiempo mientras esperaba a que saliera de aquel pequeño agujero, de la oscuridad tan densa, de los escalofríos que me recorrían la médula espinal. También me acordé de cómo apareció su cabello negro por el agujero, sus brazos, sus hombros. Me vino a la cabeza la imagen de las manchas de tierra en su camiseta blanca. Antes de que el médico certificase oficialmente su muerte, es posible que ya hubiera perdido la vida en el interior de aquel agujero. Eso pensaba. Más bien estaba convencido de ello. Habíamos subido al tren sin soltarnos de la mano para volver a Tokio, y yo asumía que seguía viva, pero, en realidad, se había perdido en el fondo del agujero, se había alejado del mundo. Después de aquel día transcurrieron dos años en los que volvimos a ser el hermano mayor y la hermana pequeña de siempre, pero ese tiempo solo fue un breve aplazamiento. A lo mejor, transcurridos los dos años, la muerte salió a rastras de aquel lugar para reclamar su espíritu, como haría alguien para reclamar algo que ha prestado, una vez vencido el plazo de devolución".

Fuentes leídas:
https://www.youtube.com/watch?v=xOzI-luvgio

Haruki Murakami
La muerte del comendador
Traducción de Yoko Ogihara. Tusquets. Barcelona, 2019. Dos volúmenes. 480 y 495 páginas.



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HARUKI MURAKAMI: LA MUERTE DEL COMENDADOR

Tusquets Editores. Barcelona. 2018 (Vol. I)
Tusquets Editores. Barcelona. 2019 (Vol. II)
11 febrero, 2020 por víctor fernández-chinchilla

Murakami es muy popular y tiene seguidores incondicionales. Las editoriales lo saben, y saben que nada más publicarse un nuevo libro suyo son muchos los que van a ir como locos a comprarlo y a devorarlo de manera compulsiva, sin cuestionarse nada. Las editoriales son empresas y la principal razón de ser de una empresa es ganar dinero, cuanto más mejor. No es una crítica, es su naturaleza legítima. Y una de las estrategias para ganar dinero es aprovecharse de las debilidades de los potenciales consumidores. Todo este rollo no es sino para mostrar mi desagrado por la presentación editorial de esta obra en dos volúmenes que hubiera cabido perfectamente en uno utilizando otro tipo de letra más pequeño, reduciendo márgenes y espacios entre líneas y empleando otro tipo de papel. Estoy convencido de que en posteriores ediciones, cuando se pase el frenesí de la novedad, la editorial presentará esta obra en una digna edición en un solo volumen. Tusquets es una excelente editorial y sabe hacerlo, aunque ya no lo podrá cobrar a cuarenta y dos euros.

A mí no me suelen acuciar las novedades, pero esta obra fue un regalo de dos buenas amigas que se confabularon entre sí y que conocen mi debilidad por los universos murakamianos, dos hadas del año nuevo ―nada de navidad ni de reyes, hadas paganas, como dios manda, de las mejores― a las que estoy muy agradecido aunque mi impresión sobre la obra no haya sido demasiado buena.

Disfruté mucho con La caza del carnero salvaje, con Kafka en la orilla y con Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. También con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas aunque sea algo más flojita. Pero La muerte del comendador me ha producido sensaciones agridulces.

Para empezar me ha parecido larga de más. Son muchas las páginas que ―siempre según mi subjetivo parecer, que no tiene demasiado valor― no aportan nada a la historia. Muchas veces pensé que con las estupendas ideas con las que el autor trabaja, Borges habría construido un cuento de menos de diez páginas sin descartar nada de lo importante, con toda su intensidad dramática, su intriga y con un final más acorde con las expectativas que se generan.

"Volví a casa y guardé la compra. Las cosas para congelar las envolví en film transparente y las puse en el congelador. Metí seis cervezas en la nevera. Después calenté agua en una cazuela grande para cocer espárragos y brócoli para la ensalada…"

Todos los personajes de Murakami preparan comida y se lavan los dientes, y se nos cuenta con detalle una y otra vez, lo mismo que la ropa que viste cada personaje cada vez que sale a escena.

Se despierta gran ilusión al llegar a la página doscientas del segundo volumen en la que empieza el capítulo 45 que se titula “Estaba a punto de ocurrir algo”. Aunque todavía haya que esperar otras cien páginas para que esto sea cierto.

Respecto del final veo dos posibilidades. O que yo no me haya enterado de nada ―que no es una posibilidad ni remota ni extraña, más frecuente de lo que yo quisiera―, o que sea una auténtica tomadura de pelo. Una de las hadas benefactoras que mencioné más arriba sospecha o intuye que detrás de ese final que a mí me ha parecido descorazonador y que deja tantas puertas entreabiertas, quizá pudiera ser que se escondiera la posibilidad de una continuación. No lo veo yo tan claro, aunque a ella sí la veo capaz, cual quijotesa castiza, de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra.

Todas Las novelas de Murakami que he leído siguen el mismo esquema o muy parecido: un hombre joven pierde, al empezar, los pocos vínculos sociales que le quedaban, y desde la más completa soledad se ve inmerso en una especie de extrañamiento existencial desde el que emprende un viaje iniciático que le llevará, después de muchas aventuras entre lo mágico y lo onírico, a comenzar una nueva vida con unas nuevas relaciones.

También es frecuente que se cuenten algunas historias paralelas protagonizadas por personajes secundarios utilizando el recurso de la analepsis.

A pesar de las digresiones sobre detalles que no aportan nada, he leído la novela con gusto porque la intriga, aunque utilizando muchas veces recursos bastante elementales para mantenerla, es seductora, por eso se lee con curiosidad y con ganas, especialmente algunas escenas.

El protagonista es, en esta ocasión, pintor, por lo que se dice, bastante bueno. No sé si Murakami le da también a los pinceles, pero si no es así ha debido asesorarse concienzudamente porque las descripciones que hace de los cuadros alrededor de los que va a girar la intriga y, sobre todo, del proceso creativo del artista, son de lo mejor de la novela.

También la música está siempre presente en las novelas de Murakami, y no falta en esta. Aparte de la variadísima música de fondo, que va desde Theledonious Monk, Debussy o Bruce Springsteen entre otros muchos de todos los estilos, hay dos obras que tienen una especial relevancia: Don Giovanni de Mozart y El caballero de la rosa de Strauss. La primera sí tiene un claro protagonismo, pero de la segunda no he terminado de comprender cuál es el encaje en la intriga. Es una ópera cómica en la que el autor dejó de lado las veleidades vanguardistas de Electra o Salomé y se le puede atribuir una relación remota con Mozart tomando como conexión Las bodas de Fígaro, aunque la de Strauss sea bastante más escabrosa, pero nada más. Y sin embargo es una obra a la que los protagonistas le prestan mucha atención.


Don Giovanni sí tiene su lugar específico a través de la pintura alrededor de la que gira toda la novela y que le da título y que parece representar una de sus escenas aunque con variaciones. Luego hablaré de ella.

PERSONAJES PRINCIPALES:

PROTAGONISTA Y NARRADOR. Como en otras novelas de Murakami, tampoco en esta conocemos el nombre propio del protagonista. Como dije antes es un personaje totalmente desarraigado socialmente. La novela empieza con la ruptura de su matrimonio y el abandono de su trabajo de retratista. El viaje hacia una nueva vida debe empezar desde cero. Por utilizar un símil de la teología cristiana, la novela empezaría con la muerte del protagonista, continuaría por su extraño viaje a través de los infiernos y acabaría con la gloria de la resurrección, bueno no demasiado gloriosa, pero sí feliz.

YUZU. Su esposa de la que se separa nada más empezar el relato. Yuzu lo abandona por otro hombre y desaparece de la escena aunque el protagonista mantendrá su recuerdo constantemente vivo, tanto en los sueños —uno de ellos es especialmente importante— como en la vigilia. Reaparece al final como si se tratara del santo grial perdido y recuperado cuando el protagonista sea digno de él.

TOMOHIKO AMADA es un pintor de mucha fama y prestigio en Japón. En el tiempo de la historia se encuentra ya retirado en una residencia con demencia senil. Entre 1936 y 1939 vivió y estudió en Viena donde se vio involucrado en una trama de conspiración contra el régimen de Hitler que por aquel tiempo había consumado el Anschluss, la anexión de Austria. Usando un término de la pintura, su historia solo se nos presenta en bosquejo, unas cuantas líneas que solo insinúan lo que allí ocurrió: un amor, una conjura, prisión y muerte para unos y deportación para Tomohiko que quizá se salvó por los pactos que por entonces suscribieron las potencias alemana y japonesa, pero que perdió a todos sus compañeros y, en especial, a la mujer a la que amaba. De vuelta a Japón Tomohiko se había retirado a una solitaria casa en las montañas y abandonado todo contacto social. También cambió radicalmente de estilo en su obra dejando de lado el estilo occidental y adoptando el tradicional japonés. Este cambio es importante en el contexto del relato pero no llego a entender qué fue en concreto lo que lo motivó. La historia de Tomohiko es mucho más profunda de lo que se cuenta. Una escena que se desarrolla en su habitación de la residencia, ya cerca del final de la novela, da a entender que dentro de su cabeza todavía bullía la desazón generada en aquellas dramáticas experiencias vividas en la lejana Europa. Ya no puede hablar, pero entiende los extraños acontecimientos que se están desarrollando en la habitación de la lujosa residencia, en una singular complicidad con el protagonista.

Pintura japonesa ola

MASAHIKO AMADA. Hijo de Tomohiko, amigo del protagonista, también pintor aunque se dedica más a la enseñanza y al mundo académico porque él mismo reconoce que no tiene el necesario talento para la creación artística. Ser hijo de una persona tan importante y reconocida en el mundo del arte no le va a facilitar el encontrar su propio camino.

WATARU MENSHIKI. Extraño personaje vecino del protagonista. Su apellido significa algo así como eximirse del color y el nombre, cruzar el río. Es un personaje que promete muchísimo y da muy poco. Me refiero a mis expectativas como lector, no a su comportamiento en la obra. Se le rodea de un misterio que termina por verse como artificial porque lo que se cuenta no se corresponde con la imagen que se intenta transmitir.

―No es un hombre perverso. Es un hombre decente con más capacidades de lo normal. Tiene una parte noble, incluso, pero en su corazón hay una parte oscura que atrae el peligro, lo anormal. Ahí está el problema.

Marie no entendía a qué se refería. ¿Lo anormal?

Ni yo tampoco. Es muy rico aunque no queda nada claro cuál es el origen de su riqueza ni a qué se dedica. Elegante, sensible, culto, ¡una alhaja! Conduce lujosos y potentes coches, toca un poderoso piano de cola, vive en una mansión enorme, pulcra, ordenada. A pesar de esta presentación me resultó un personaje bastante vulgar y en todo ese misterio que parece rodearlo yo no vi sino atrezo engañoso. Su historia, sea la que fuere, no queda bien cerrada, o a mí me lo ha parecido, lo que me generó bastante perplejidad y desencanto.

MARIE AKIKAWA, Marie río de otoño. Adolescente de trece años. Marisabidilla que parece que únicamente está interesada en que le crezca el pecho generosamente. Muy parecida a la adolescente de Baila, baila, baila, pero sin capacidades paranormales aunque, a veces se sugiera otra cosa. Su padre, Yoshinobu se había casado con la que había sido amante o novia de Menshiki, la madre de Marie que falleció cuando esta tenía unos seis años.

SHOKO AKIKAWA. Hermana de Yoshinobu, tía de Marie. Vive con ellos y se encarga de hacer el papel de madre para la niña porque el padre está siempre muy ocupado. Esta sí tiene el pecho bien desarrollado, como se nos dice con insistencia. Le encantan los coches potentes con montones de válvulas y por eso, y otras cosas supongo, se va a enrollar con el señor Menshiki ―aquí los apaños sexuales se realizan con una facilidad pasmosa― circunstancia que bien pudiera haber tenido alguna relevancia para la historia, o al menos eso se habría esperado, pero que se queda también en nada. En nada para el lector, ellos seguro que se lo pasaban estupendamente con sus válvulas, piñones y culatas a plena potencia. En sus ratos de espera lee un libro que no quiere revelar lo que parece sugerir otro elemento más de la intriga, pero también esto quedará en el olvido.


KOMICHI. Hermana del protagonista, tres años menor que él. Falleció a la edad de doce años, lo que dejó una importante marca en la personalidad del protagonista. A pesar de que se habla de ella con frecuencia, no se nos dice su nombre hasta la página 352 del primer volumen.

KOYASU fue el gato que tuvieron ambos hermanos de niños. Ningún protagonismo en la historia pero, como me gustan los gatos, pues lo pongo aquí. En una novela de Murakami que se precie no puede faltar un gato.

EL HOMBRE DEL SUBARU FORESTER BLANCO es un personaje muy importante para las vivencias del protagonista pero yo, a riesgo de exponer mi ignorancia, tengo que decir que no alcanzo a entender el papel que representa aunque parece de relevancia trascendental en el proceso vital en el que se encuentra metido el protagonista.

LA MUERTE DEL COMENDADOR. Antes de presentar los últimos personajes tengo que hablar de un cuadro que el protagonista encontró muy bien escondido en la casa de Tomohiko Amada. Está tan bien descrito que el lector disfruta de la preciosa obra como si lo tuviera delante. La intriga viene del hecho de que el autor lo escondiera con tanto cuidado y de que se trate de una auténtica obra maestra cuya belleza y perfección en el color y la disposición de los personajes van a dejar anonadado al protagonista. Se trata de una obra que no consta en el catálogo del autor. Está pintado con el estilo de la pintura tradicional japonesa y representa una escena ambientada en el periodo Asuka (552-710). Se trata de la muerte de un hombre al que otro, más joven, atraviesa con su espada. Entre los testigos del crimen se destacan dos personajes, un hombre y una mujer. En una esquina del cuadro se asoma, surgiendo a medias de una trampilla en el suelo, un curioso personaje que contemplaba la escena con atención. Poco tardó el protagonista en relacionar este cuadro con la ópera de Mozart Don Giovanni en la que, en el primer acto, se desarrolla una escena parecida, la muerte del comendador por parte de don Juan. Los dos testigos los identificó como doña Anna y Leporello, el criado del seductor. Pero no supo interpretar al misterioso personaje que asomaba por la trampilla. El protagonista enseguida atribuyó su autoría a Tomohiko Amada aunque aquella violencia no encajara en el resto de su obra. El estilo, la técnica y el haberlo encontrado en su casa, confirmaban esta hipótesis.


EL COMENDADOR. La aparición de este personaje supone traspasar las barreras del mundo real para introducirnos en otro regido por leyes distintas. Luego diré de dónde salió. Se presenta como una idea que ha tomado la forma del personaje del cuadro, ropa, imagen y hasta el tamaño, de poco más de medio metro. Aparece y desaparece y solo interactúa con el protagonista, nadie más puede verlo ni oírlo.

CARA LARGA. Así llama el protagonista al peculiar personaje que asoma la cabeza por la trampilla para contemplar la muerte del comendador. Cerca del final también se materializará y se presentará como un notario o fedatario aunque no sabremos bien de parte de quien. Su aparición, en circunstancias muy especiales, va a permitir al protagonista acceder a otra dimensión. Se identifica como metáfora, pero no termino muy bien de comprender de qué.

―Me muevo siguiendo órdenes, actuando como un vínculo entre el fenómeno y el lenguaje.

EL HOMBRE SIN ROSTRO. También el sentido de este personaje está fatalmente escondido, tanto que no he podido desentrañar su importancia a no ser recurriendo a hipótesis que me resultan demasiado rebuscadas y retorcidas. Aparece nada más empezar la novela, como una prolepsis o anticipación de la que no se nos darán las claves para entenderla hasta casi el final. Su lugar natural corresponde, sin embargo a aquella otra dimensión onírica por la que el protagonista deberá transitar.

EL POZO MISTERIOSO. Como un personaje más hay que tratar a este elemento que, junto con el cuadro de la muerte del comendador, es central en la historia. No es el primer pozo en el que Murakami hace meterse a sus personajes. El protagonista de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo también tuvo su particular ordalía dentro de uno. Aquí se trata de un agujero como de tres metros de profundidad con las paredes tan lisas que es imposible salir de él si no es con una escalera u otra clase de ayuda. Su descubrimiento vino precedido de circunstancias extrañas, en especial el sonido de una misteriosa campanilla que se escuchaba en el silencio de la noche. En tiempos pasados había monjes budistas que se enterraban en vida en sitios así y ejercitaban unas técnicas especiales con las que lograban transformarse en puro pensamiento abandonando la materia sin que esta se corrompiera. Esta extraña tradición también se comenta en la novela pero me parece que no se le saca todo el jugo que podría dar. Parece que fue de aquí de donde surgió el Comendador ¿Se trataba de un monje que había sido enterrado allí hacía un montón de años y que había alcanzado, mediante su ascesis, una conexión con otra realidad desconocida para el resto de los mortales? ¿Es el pozo una puerta a otra dimensión? Las respuestas solo están sugeridas, será el lector el que las deba contestar con sus propios medios.

EL MUNDO ONÍRICO. Ya puestos a tratar como personajes alegóricos a cosas, espacios o situaciones, pues coloco aquí este y me quedo tan pancho. El protagonista deberá transitar por este mundo extraño que es uno de los capítulos más sugerentes de la novela y mejor recreados en el que nos encontramos con el hombre sin rostro además de otros personajes que ayudarán al protagonista a superar su particular conflicto con espacios cerrados, una claustrofobia que padece desde la muerte de su hermana. El final del recorrido supone la conexión entre dos mundos que comparten un punto de encuentro o puerta dimensional muy determinado.

Como en otras novelas del autor, esta también comienza con un completo extrañamiento del personaje principal. Su esposa lo abandona por otro y él comienza un viaje sin rumbo fijo que lo llevará por todo el norte del Japón durante varios meses. Una anécdota ocurrida en este viaje va a dejar en él una huella especial. Cenando en un restaurante de carretera se le sienta una mujer desconocida en la mesa y le dice que quiere acostarse con él. Lo normal, nos pasa a todos. Yo, cuando viajo, me las tengo que quitar de encima como a las moscas. De lo que no estoy muy seguro es de si esto pasa en este mundo o en el otro, en el paralelo, en el onírico. Da lo mismo. Como diría don Mendo,

¡ay, infeliz del varón que nace cual yo tan guapo!

Bueno, es igual, los personajes de Murakami nunca tienen problemas para acostarse los unos con las otras en cualquier momento y, además, no se escatima en la descripción detalles escabrosos, lo que tengo que reconocer que no me agrada demasiado.

Aquella experiencia sí fue importante porque en ella se juntan el amor y la proximidad de la muerte. También apareció entonces el misterioso Hombre del Subaru Forester Blanco que parecía estar en posesión de un secreto del protagonista que ni él mismo parecía querer admitir y que le provocaba gran desasosiego.

De vuelta del largo viaje, nuestro extraviado existencial decide retirarse del mundanal ruido por un tiempo e, incluso, abandonar su trabajo. Su amigo y compañero Masahiko le ofrece la casa de su padre Tomohiko en un lugar apartado de las montañas de Odawara. La casa está vacía porque Tomohiko ha entrado en una fase senil y ha tenido que ser ingresado en una residencia.

Allí se encontrará con el cuadro de la Muerte del Comendador y con el extraño son de la campanilla que lo conducirá hasta el no menos misterioso pozo. Para ganarse un poco la vida y mantener un mínimo de contacto social, da clases de pintura en el pueblo cercano donde no le va a salir un plan para ir aplacando sus pulsiones sexuales, sino dos. Lo normal. Más de una página de arrebatos amorosos entre el protagonista y su principal amante me he saltado por no invadir su intimidad.

Otra relación va a entablar en aquel lugar apartado que termina siendo un jubileo. Menshiki, un vecino del otro lado del valle, que se presenta al principio muy misterioso y del que se va dosificando la información como con cuenta gotas, le encarga un retrato por el que le ofrece un precio al que el protagonista no se puede resistir, por más que hubiera decidido dejar la pintura por el momento. De aquella relación va a surgir una amistad y Menshiki terminará por confesarle sus verdaderas intenciones, que no tienen nada que ver con conjuras internacionales de altas finanzas sino con sentimientos y emociones muy personales.

A raíz de ello entablará más relaciones con otros vecinos de aquel valle. Y otro retrato, esta vez el de Marie, la niña lista con ganas de tener unos pechos tan exuberantes como los de su tía.

Para haber decidido abandonar la pintura, el protagonista se va a ver inmerso en un proceso creativo muy especial en el que encuentra nuevas maneras de expresión. Ya dije que la descripción de estos cuadros y del proceso del artista en su creación son de los pasajes más interesantes de la novela, tan expresivos que llega con facilidad incluso a los que no entendemos nada o muy poco de pintura. Cinco cuadros serán los que tengan su especial protagonismo en el devenir de los acontecimientos: el de Tomohiko y cuatro más del protagonista, un retrato de Menshiki, otro de Marie, un tercero del Hombre del Subaru Forester Blanco y lo que quizá pudiera también considerarse un retrato aunque un tanto especial, el del pozo de las intrigas.

Lo más decepcionante de la novela ha sido no entender cabalmente la relación mística o mágica que parece sugerirse entre la muerte dramática que tiene que padecer la idea, los apuros de la metáfora desvelada, el extraordinario viaje onírico que tiene que realizar el protagonista y la superación de pruebas que tienen toda la apariencia de ordalías iniciáticas, con los problemas en los que se mete una niña como consecuencia de una travesura infantil.

¿Qué o quién acechaba a una niña traviesa escondida en un armario ajeno lleno de ropa antigua de mujer? ¿Qué la protegió?

Y más preguntas: ¿Es la paternidad algo puramente biológico? ¿Estaba el destino del protagonista escrito en aquel precioso y misterioso cuadro de reminiscencias mozartianas? ¿Qué se proponía Tomohiko Amada al pintar aquella crudelísima escena? ¿Qué pasó en Viena? ¿Qué lo hizo cambiar su estilo occidental de pintura por el tradicional japonés y refugiarse en ambientes de los periodos Asuka o Heian? ¿Tiene el fuego que purificar los instrumentos que utiliza el destino para desvelarse? ¿Qué pasó con el fantástico cuchillo con el que Masahiko preparaba el sashimi? ¿Cuál es la conexión entre los dos mundos? ¿Y entre el protagonista y Tomohiko Amada? ¿Cómo se interpretan todos y cada uno de los símbolos oníricos a los que el protagonista tuvo que enfrentarse y que seguro ninguno estaba allí por casualidad?

Si tuviera que desentrañar el núcleo de la novela, algo que no me resulta fácil, y teniendo en cuenta los conflictos del señor Menshiki y los del propio protagonista con respecto a su plausible, hipotética o incierta paternidad, y que son determinantes para el desarrollo de la historia, colocaría la piedra angular en estas reflexiones de Menshiki:

"De pronto tuve claro que por mucho que haya logrado en este mundo, por mucho dinero que haya ganado por mucho éxito que haya tenido en los negocios, solo soy una existencia transitoria cuya misión era recibir en herencia un determinado paquete genético para volver a pasárselo a alguien. A parte de eso, siento que no soy más que un terrón de tierra."

Una sencilla manera de formular aquella teoría tan inquietante del gen egoísta. Teniendo en cuenta el final, la relación entre el protagonista con su esposa de la que no termina de divorciarse legalmente del todo, la que tuvo Menshiki con su novia y la sensación de abandono emocional que sufría el hijo de Tomohiko, pudiera ser que los tiros del mensaje de la novela fueran por aquí.

No quiero dejar de pasar por alto una preciosa reflexión que uno de los personajes hace sobre los muros. Al de Berlín lo llamaron el Muro de la Vergüenza y cuando se vino abajo muchos creímos que un mundo más humano y más justo se abría al otro lado. Pero no fue así. Ahora los muros de la Vergüenza se levantan cada vez más altos y más sólidos por todas partes, muchas veces sin otra razón que la aporofobia que padecen gobernantes y pueblos que viven —o vivimos— en un relativo bienestar.

Los muros se inventaron para proteger a la gente de los enemigos, para resguardarse de las inclemencias meteorológicas, pero pronto empezaron a usarse también para encerrar a la gente. Un muro alto y sólido convierte a las personas en seres impotentes, tanto físicamente, al no alcanzar a ver nada, como espiritualmente. Hay muchos muros que se levantan con ese fin. […] Hace tiempo tuve la oportunidad de ver algo similar en Palestina, un muro de más de ocho metros de altura construido por los israelíes. La parte de arriba está rematada con un alambre de espino electrificado. Tiene una longitud de casi quinientos kilómetros. Supongo que los israelíes calcularon que tres metros no eran suficientes, aunque en realidad bastan y sobran.

Aunque sea el relato de uno de los personajes, Menshiki, da la impresión de que las ideas del autor andan por aquí reflejadas.

Si he sido un poco duro con Murakami ha sido más por amor despechado que por odio. He disfrutado mucho con su obra en otras ocasiones. También me han hablado extraordinariamente bien de otro tipo de obras más intimistas como After Dark, o más personales como De qué hablo cuando hablo de correr, que no conozco y con las que quizá me anime un día.

Es cierto que no pude con 1Q84, pero en esta ha sido más lo bueno que lo malo, si no también la habría dejado. Me encantan sus universos extraños y esos personajes absolutamente desarraigados, tal vez porque, en alguna medida, me identifique un poco con ellos y anhele la experiencia transmutadora de esos extraordinarios viajes iniciáticos.




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La muerte del comendador 1 y 2
Haruki Murakami


RAFAEL NARBONA18 enero, 2019

Haruki Murakami. Foto: Iván Giménez

Traducción de Yoko Ogihara. Tusquets. Barcelona, 2019. Dos volúmenes. 480 y 495 páginas. 21,90 € c/u. Ebook: 12,34 €

¿Se puede reescribir el pasado? ¿Qué papel desempeñan las ideas y las metáforas en la configuración de la realidad? ¿Existen seres humanos completos, o todos nos hallamos a medio hacer, esperando una iluminación que nos ayude a cerrar la espiral donde se agitan nuestras vidas? Haruki Murakami (Kioto, 1949) vuelve al terreno de la ficción con La muerte del comendador, una novela monumental (publicada en dos volúmenes) que aborda las grandes preguntas de la existencia, sin retroceder ante ningún tema o encogerse ante la magnitud del desafío.

Desde hace un tiempo, un sector de la crítica literaria fantasea con ajusticiar a Murakami, apilando argumentos al pie de una hoguera que nunca termina de arder. Se cuestionan sin cesar sus méritos para recibir el Nobel de Literatura, pero el escritor japonés, lejos de desanimarse, ha decidido responder a los ataques con una magnífica novela, donde combina lo real y lo fantástico, explotando las fecundas posibilidades del realismo mágico y las lecciones del surrealismo. La fusión de lo empírico y lo imaginario a veces produce intolerables disonancias, pero Murakami ha neutralizado los riesgos, administrando sabiamente los contrastes. Su fórmula no esconde su deuda con Ueda Akinari, escritor del período Edo (1603-1867) que destacó en el género yomihon, una tendencia literaria que combina el realismo práctico del confucianismo con el delicado lirismo de las leyendas japonesas, trufadas de elementos sobrenaturales.

'La muerte del comendador' es una magnífica novela que explora las fecundas posibilidades del realismo mágico y el surrealismo.

A medio camino entre el folletín decimonónico y la novela-río, La muerte del comendador narra la historia de dos pintores que sufren una crisis artística y vital cuando sus carreras parecían estancadas. Tomohiko Amada comienza su carrera en los felices años veinte. Al principio, imita el arte occidental, asimilando las lecciones de las vanguardias históricas. Su pincel explora las posibilidades de la abstracción, intentando captar las turbulencias de la mente humana. Viaja a Viena para perfeccionar su estilo, implicándose -poco después del Anschluss- en una conspiración contra los nazis. Pagará un alto precio por su aventura. Gracias a las buenas relaciones del Japón imperial con la Alemania de Hitler, salvará la vida, pero la experiencia dejará una profunda huella en su alma, abocándole a una existencia conventual y a una pintura basada en los preceptos de la técnica tradicional japonesa. La figuración desplazará a la abstracción, pero no se tratará de un simple giro formal, sino de algo más profundo que afectará a su interpretación de la realidad. El protagonista y narrador de la novela, cuyo nombre se borra bajo el aluvión de acontecimientos de una trama caudalosa, se instala en su casa de la península de Izu, poco después de ser abandonado por su mujer. No es un artista exigente, sino un pintor que realiza retratos por encargo. Su habilidad con el pincel carece de la ambición de Tomohiko Amada. No obstante, hay un latido de insatisfacción en su interior, demandando cuadros con más sustancia. Amada es un anciano con Alzheimer y el pintor de retratos roza los cuarenta años, la edad del maestro cuando escuchaba a Mozart en Viena y luchaba clandestinamente contra las autoridades alemanas. A pesar de que les separan casi cinco décadas, sus destinos están secretamente entrelazados.

El pintor de encargos nunca ha superado la pérdida de su hermana Komi, que murió a los doce años por culpa de una patología cardíaca. Ha buscado su eco en todas las mujeres, intentando descubrir un canal de comunicación entre los vivos y los muertos. El hallazgo de La muerte del comendador, un cuadro desconocido de Tomohiko Amada, le producirá una auténtica conmoción, obligándole a replantarse su concepción del arte y la vida. En esa obra, el pincel de Amada baila sobre el lienzo, destacando la trascendencia de los espacios en blanco. Como apuntaba Debussy, la nada es quizás el aspecto más prodigioso del milagro estético, pues refleja la paradoja más chocante del cosmos, donde el no-ser desempeña una función esencial. La física corroboró esa intuición al explicar que el átomo es fundamentalmente vacío. La muerte del comendador dormía en un desván, morada eventual de un búho gris. Es evidente que Murakami alude al vuelo de la filosofía, que comienza su vuelo al caer de la noche. Necesitamos los símbolos para esclarecer los enigmas de un mundo que apenas comprendemos, pese a ser nuestro hogar. El cuadro de Amada reproduce una escena de Don Giovanni, la ópera de Mozart, pero adaptada al escenario del Japón tradicional. El juego de líneas que ocupa el centro de la obra no es un mero artificio, sino un ardid ontológico concebido para reparar el horror desatado en la Violación de Nankín y la Kristallnacht. El arte no se limita a reproducir. Su función principal es curar, reparar las heridas del pasado, abriendo cauces hacia un mañana ético.

Destacan las reflexiones sobre el proceso creador, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas.

El arte es un grito, pero también silencio. El protagonista escucha una y otra vez El caballero de la rosa, de Richard Strauss, acompañado por su misterioso vecino Wataru Menshiki, un hombre de negocios de mediana edad que le encargará un retrato, pidiéndole que deje volar su creatividad, sin preocuparse del parecido con el original. Debe seguir el ejemplo de Strauss, cuya meta es captar la esencia de las cosas. El verdadero arte no aspira a la perfección formal, sino a la comunión con la eternidad. Sólo el artista puede atisbar la presencia de los muertos en el devenir.

El descubrimiento por azar de las ruinas de un viejo santuario taoísta introduce en la trama una dimensión sobrenatural. Murakami cita “El lazo de dos vidas”, un cuento de Ueda Akinari que habla de uno de esos monjes que pedían ser enterrados vivos para meditar hasta alcanzar la iluminación eterna. Agonizaban lentamente mientras hacían sonar una campanilla o un gong. Con mentalidad de filósofo ilustrado, Ueda Akinari se burla de su sacrificio, pero Murakami no comparte su escepticismo. En el siglo XXI, se conocen los frutos de la razón: Treblinka, Nankín, el Muro de Berlín, Fukushima. Abrir la mente a lo sobrenatural, ya no es una claudicación, sino un gesto de esperanza.

Murakami no prescinde de sus fetiches particulares: el jazz, el sexo, el fracaso sentimental, los Beatles, Kafka, los vinilos, la soledad, el suicidio, el inacabable tránsito hacia la madurez. No estorban a la historia, pero no constituyen el aspecto más valioso. En cambio, las reflexiones sobre el proceso creador, el conocimiento, la identidad, los afectos, la violencia política y las experiencias místicas, destacan sobre el conjunto, revelando el enorme talento de Murakami.

El escritor japonés es un prestidigitador que nunca aburre, que sabe encajar todas las piezas y que esta vez no se ha conformado con narrar, lanzándose a los abismos de la conciencia. El viaje al inframundo del protagonista evoca la peripecia de Ulises en el Hades. El agujero o celda por el que transitan varios personajes recuerda el retiro de San Jerónimo penitente, tendiendo un puente entre el cristianismo y el budismo. El mundo parece muy poco cuando se sueña con un absoluto capaz de aplacar el terror que nos infunde nuestra finitud.

Es curioso que Murakami finalice su novela con la misma conclusión que formula Michel Houellebecq en su nueva novela, Serotonina: “Es posible que no haya nada absolutamente cierto en este mundo, pero debemos creer en algo”. El fracaso del pensamiento débil, que invocaba el relativismo y la transversalidad, ha abierto paso a una angustia existencial hambrienta de certezas. Los arcos del tiempo apuntan de nuevo hacia la eternidad.

@Rafael_Narbona

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