Sobre "Sueño", un cuento de Haruki Murakami

    "Hace ya diecisiete días que no puedo dormir.
    No hablo de insomnio. El insomnio lo conozco un poco. Una vez, cuando estudiaba en la universidad, sufrí algo parecido. Hago notar que se trataba de «algo parecido» porque no tengo la certeza de que los síntomas coincidan con lo que la gente suele entender por insomnio. Supongo que, si hubiera ido al hospital, al menos habría averiguado si se trataba o no de insomnio. Pero no fui. Porque me daba la impresión de que no serviría de nada. No es que tuviera algún fundamento especial para creerlo. Me lo decía simplemente la intuición. Que sería inútil. De modo que no visité a ningún médico y se lo oculté todo el tiempo a mi familia y a mis amigos. Porque sabía que, si se lo decía a alguien, me aconsejaría, sin duda, acudir al hospital.
    Aquel «algo parecido al insomnio» duró cerca de un mes. A lo largo de todo ese mes, ni una sola vez me visitó el sueño propiamente dicho. Llegaba la noche, me acostaba, me decía: «¡Ahora, a dormir!». Y, en ese preciso instante, como si se tratara de un reflejo condicionado, se me iba el sueño. Por más que intentase dormir, no lo conseguía. Cuanto más firme era mi voluntad, más me desvelaba. Probé con el alcohol y con los somníferos, pero no surtieron ningún efecto.
    Cuando se acercaba el amanecer, al fin me adormecía. Pero aquello no era un sueño auténtico. Sentía que rozaba con la punta de los dedos el borde del sueño. Mi conciencia estaba despierta. Me adormilaba un poco. Pero en la habitación contigua, al otro lado de una fina pared, mi conciencia permanecía viva, alerta, vigilándome. Mientras mi cuerpo vagaba titubeante por la penumbra, no dejaba de sentir, allí, justo al lado, el aliento y la mirada de mi propia mente. Yo era el cuerpo que va a sucumbir a la modorra y, al mismo tiempo, la conciencia dispuesta a permanecer despierta.
    Esa modorra se prolongaba a lo largo de todo el día. Mi cabeza estaba siempre embotada. Era incapaz de calibrar la distancia, la masa y la textura exacta de las cosas. El sopor me asaltaba a intervalos fijos, como a oleadas. Me adormecía sin remedio en el asiento del tren, en el pupitre del aula, durante la cena. Mi conciencia abandonaba súbitamente mi cuerpo. (...}"

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Sueño es un cuento largo (o una novela corta) de Haruki Murakami que forma parte de El elefante desaparece cuya publicación original es de 1993 y fue publicada en español en 2016. Los 17 cuentos que componen esta obra dan un abanico del estilo Murakami, historias extrañas, situaciones que invitan a la imaginación. Algunos de estos cuentos puede desilusionar al lector habitual de Murakami pero ese mismo lector apreciará sin duda gran parte de estos textos que son realmente placenteros.


Ficha técnica
Nº de páginas: 352
Editorial: TUSQUETS EDITORES
Idioma: CASTELLANO
Año de edición: 2016
Plaza de edición: BARCELONA
Traductor: YOKO OGIHARA, FERNANDO CORDOBÉS
Fecha de lanzamiento: 01/03/2016

Sueño ha sido publicado por Libros del Zorro Rojo, en una hermosa edición que incluye ilustraciones de Kat Menschik, ilustradora alemana.




En una animación corta de promoción de Libros de Zorro Rojo podemos disfrutar un anticipo (muy breve) con las imágenes de la ilustradora. 



ilustraciones de Kat Menschik


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Aquí el primer capítulo de esta novela breve:

Sueño por HARUKI MURAKAMI


Hace ya diecisiete días que no puedo dormir.

No hablo de insomnio. El insomnio lo conozco un poco. Una vez, cuando estudiaba en la universidad, sufrí algo parecido. Hago notar que se trataba de algo pareci

do porque no tengo la certeza de que los síntomas coincidan con lo que la gente suele entender por insomnio. Supongo que, si hubiera ido al hospital, al menos habría averiguado si se trataba o no de insomnio. Pero no fui. Porque me daba la impresión de que no serviría de nada. No es que tuviera algún fundamento especial para creerlo. Me lo decía simplemente la intuición. Que sería inútil. De modo que no visité a ningún médico y se lo oculté todo el tiempo a mi familia y a mis amigos. Porque sabía que, si se lo decía a alguien, me aconsejaría, sin duda, acudir al hospital. Aquel algo parecido al insomnio duró cerca de un mes. A lo largo de todo ese mes, ni una sola vez me visitó el sueño propiamente dicho. Llegaba la noche, me acostaba, me decía: “¡Ahora, a dormir!”. Y, en ese preciso instante, como si se tratara de un reflejo condicionado, se me iba el sueño. Por más que intentase dormir, no lo conseguía. Cuanto más firme era mi voluntad, más me desvelaba. Probé con el alcohol y con los somníferos, pero no surtieron ningún efecto.

Cuando se acercaba el amanecer, al fin me adormecía. Pero aquello no era un sueño auténtico. Sentía que rozaba con la punta de los dedos el borde del sueño. Mi conciencia estaba despierta. Me adormilaba un poco. Pero en la habitación contigua, al otro lado de una fina pared, mi conciencia permanecía viva, alerta, vigilándome. Mientras mi cuerpo vagaba titubeante por la penumbra, no dejaba de sentir, allí, justo al lado, el aliento y la mirada de mi propia mente. Yo era el cuerpo que va a sucumbir a la modorra y, al mismo tiempo, la conciencia dispuesta a permanecer despierta.

Esa modorra se prolongaba a lo largo de todo el día. Mi cabeza estaba siempre embotada. Era incapaz de calibrar la distancia, la masa y la textura exacta de las cosas. El sopor me asaltaba a intervalos fijos, como a oleadas. Me adormecía sin remedio en el asiento del tren, en el pupitre del aula, durante la cena. Mi conciencia abandonaba súbitamente mi cuerpo. El mundo se tambaleaba en silencio. Los objetos se me resbalaban de las manos. El lápiz, el bolso, el tenedor caían al suelo con ruido. En ese instante hubiese querido sepultar la cara entre las manos y abandonarme al sueño. Pero era inútil. La vigilia siempre permanecía a mi lado. No dejaba de percibir su fría sombra. Era mi propia sombra. “Qué extraño”, pensaba yo, sumida en la modorra. “Estoy dentro de mi propia sombra”. Caminaba adormilada, comía adormilada, conversaba adormilada. Lo raro era que quienes me rodeaban no parecieran darse cuenta del estado crítico en el que me hallaba. Durante aquel mes adelgacé seis kilos. Sin embargo, ningún familiar, ningún amigo, nadie lo notó. Nadie notó que yo vivía siempre dormida.

Sí, vivía literalmente dormida. Mi cuerpo había perdido la sensibilidad, como el cadáver de un ahogado. Todo era sordo, opaco, romo. Sentía mi propia existencia en el mundo como una fantasía incierta. Me parecía que, a la primera ráfaga de viento, mi cuerpo sería barrido al fin del mundo. A una tierra que jamás había visto, de la que jamás había oído hablar, que se hallaba en los confines del universo. Y que mi cuerpo quedaría separado de mi conciencia para siempre. Por eso quería aferrarme estrechamente a algo. Pero, por más que miraba a mi alrededor, no descubría nada a lo que pudiera asirme.

Con la noche llegaba una vigilia implacable. Yo nada podía contra ella. Una fuerza titánica me había sujetado firmemente al corazón de la vigilia. Esa fuerza era tan potente que lo único que yo podía hacer era quedarme quieta, despierta, hasta que llegara la mañana. Permanecía con los ojos abiertos en la oscuridad de la noche. Ni siquiera podía pensar en nada. Oía cómo el reloj iba marcando las horas mientras miraba fijamente cómo las tinieblas de la noche avanzaban y cómo, después, retrocedían.

Pero un día aquello terminó. Acabó del todo, de forma inesperada, sin un presagio, sin ningún factor externo. Mientras desayunaba, el sueño me asaltó de repente: fue como si perdiera el sentido. Me levanté sin decir nada. Tengo la impresión de que algo se me cayó al suelo. De que alguien me habló. Pero no recuerdo nada. Me dirigí tambaleante a mi habitación, me acosté sin desvestirme siquiera, me quedé dormida. Dormí profundamente durante veintisiete horas. Mi madre, preocupada, me sacudió por los hombros repetidas veces. Me palmeó las mejillas. Pero yo no me desperté. Ni siquiera me moví durante veintisiete horas. Y, cuando al fin abrí los ojos, volví a ser yo misma. Quizá.

¿Por qué me asaltó el insomnio? ¿Y por qué razón desapareció de repente? No lo sé. Fue como si unos densos nubarrones negros se acercaran de lejos arrastrados por el viento. Nubes repletas de negros presagios que yo desconocía. ¿De dónde procedían? ¿Adónde se fueron? Eso nadie lo sabe. Pero el hecho es que vinieron, se posaron sobre mi cabeza y después se marcharon.

Sin embargo, cuando ahora digo que no puedo dormir, me refiero a algo completamente distinto. Distinto de principio a fin. Simplemente no puedo dormir. Ni siquiera me entra sopor. Pero aparte del hecho de que soy incapaz de conciliar el sueño, mi estado físico es excelente. No estoy adormilada, mi mente se mantiene muy clara. Incluso diría que más despejada que de costumbre. Tampoco mi cuerpo muestra anormalidad alguna. Tengo apetito. No siento cansancio. Hablando desde un punto de vista práctico, no tengo ningún problema. Simplemente no puedo dormir.

Ni mi marido ni mi hijo se han dado cuenta de que soy incapaz de conciliar el sueño. Tampoco les he dicho nada. Porque, si lo hiciera, me aconsejarían que fuera al hospital. Y yo lo tengo muy claro. Que no serviría de nada. Por eso callo. Igual que antes, cuando padecía insomnio. Lo sé, sin más. Sé que es algo que yo debo resolver por mí misma.

Así que ellos no saben nada. Superficialmente, mi vida discurre sin cambios, como siempre. De una forma muy apacible, muy regular. Por las mañanas, después de despedir a mi marido y a mi hijo, me voy al supermercado en

coche, como siempre. Mi marido es odontólogo y tiene el consultorio a unos diez minutos en coche del edificio donde vivimos. El consultorio lo lleva a medias con un antiguo compañero de la facultad de Odontología. De esa forma pueden costearse entre los dos un protésico dental y una chica en recepción. Si uno tiene todas las horas de visita dadas, el otro puede hacerse cargo del paciente. Tanto mi marido como su colega son muy competentes y, pese a no tener influencias, han logrado hacerse con una buena clientela apenas cinco años después de abrir el consultorio. El trabajo, en todo caso, les sobra.

–La verdad es que querría tomármelo con más calma. Pero, bueno, no puedo quejarme –dice mi marido.

–Es cierto –le digo yo. No, no puede quejarse. Sobre eso no cabe la menor duda. Para abrir el consultorio tuvimos que pedirle prestada al banco una suma mayor de lo que al principio habíamos previsto. Un consultorio de odontología requiere una enorme inversión en equipo. Y la competencia es feroz. No puedes contar con que los pacientes vayan a precipitarse a tu consulta el día después de abrirla. Hay montones de clínicas dentales que quiebran por falta de pacientes.

Cuando abrimos el consultorio todavía éramos jóvenes, y pobres, y nuestro hijo acababa de nacer. Nadie podía saber si lograríamos sobrevivir en este mundo. Pero cinco años después, a pesar de todo, hemos sobrevivido. No, no nos podemos quejar. Aún nos quedan casi dos terceras partes del préstamo por devolver.

–No sé… Supongo que tienes toda esa clientela por lo guapo que eres –le digo. Es la broma de siempre. Comento esto porque no es nada guapo. De hecho, mi marido tiene una cara extraña. Aún ahora lo pienso a veces. “¿Por qué me habré casado con un hombre que tiene una cara tan rara habiendo tenido novios más guapos?".

¿Y por qué es extraña su cara? Soy incapaz de expresarlo bien con palabras. No es guapo, claro está. Lo que no quiere decir que sea feo. Tampoco es que tenga una cara interesante. A decir verdad, lo único que puede decirse de su cara es que es extraña. O quizá sería más exacto calificarla de indefinible. Pero no es sólo eso. La clave reside en qué es lo que hace que sea difícil de definir. Si lo captara, creo que lograría entender, de un modo global, en qué consiste esa extrañeza. Pero todavía no he podido descubrirlo. Una vez tuve la necesidad de dibujar su rostro. Pero no lo conseguí. Cuando me encontré, lápiz en mano, frente al papel, no logré recordar en absoluto qué cara tenía mi marido. Eso me sorprendió un poco. Tanto tiempo viviendo con él y ni siquiera podía recordar su cara. Al verla, la reconocía, claro está. Me la representaba mentalmente. Pero, llegado el momento de dibujarla, descubrí que no me acordaba de ella en absoluto. Me quedé tan perpleja como si acabara de chocar contra un muro invisible. Lo único que lograba recordar era que su cara era extraña.

Ese hecho a veces me produce inquietud.

Sin embargo, mi marido resulta simpático a casi todo el mundo, lo que, no hace falta aclararlo, es fundamental en una profesión como la suya. Aunque no hubiera sido dentista, creo que habría triunfado en la mayoría de los trabajos. Por lo general, con sólo verlo y hablar con él, la gente se siente segura. Hasta que conocí a mi marido, jamás había encontrado a nadie parecido. A todas mis amigas les cae bien. A mí también me gusta, claro está. Incluso lo amo. Pero, en rigor, no me cae especialmente bien.

En fin, sea como sea, sabe sonreír de una manera muy espontánea, como un niño. Por lo general, los hombres adultos son incapaces de sonreír así. Además, aunque quizá sea algo natural en un dentista, tiene una dentadura fantástica.

–Qué culpa tengo yo de ser tan guapo –dice mi marido sonriendo. Lo repite siempre. Es una pequeña broma que sólo entendemos nosotros dos. Pero esa broma nos sirve para constatar un hecho real. El hecho de que hemos logrado, de un modo u otro, sobrevivir. Ese rito, para nosotros, tiene una gran importancia.

A las ocho y cuarto de la mañana, sube al Nissan Bluebird y sale del garaje. Nuestro hijo va sentado a su lado. La escuela del niño está de camino al consultorio. Yo le digo: “Ten cuidado". Y él me dice: “Tranquila". Siempre repetimos ese guión. Pero yo no puedo evitar pronunciar las palabras: “Ten cuidado". Y él no puede evitar responder: “Tranquila". Introduce en el estéreo del coche una cinta de Haydn o de Mozart y, mientras tararea la melodía, pone el motor en marcha. Y los dos se van agitando la mano. Es chocante lo mucho que se parecen sus maneras de agitar la mano. Los dos inclinan en el mismo ángulo la cabeza, vuelven hacia mí las palmas de sus manos de idéntica forma y efectúan pequeñas oscilaciones de izquierda a derecha. Como si siguieran una coreografía perfecta.

Yo dispongo de un Honda Civic de segunda mano para mi uso personal. Me lo cedió una amiga hace dos años prácticamente gratis. Tiene el parachoques abollado y es un modelo antiguo. Incluso tiene alguna que otra mancha de óxido. Llevará recorridos ya unos ciento cincuenta mil kilómetros. En ocasiones –una o dos veces al mes–, le cuesta lo suyo ponerse en marcha. Por más que gire la llave de contacto, el motor no arranca. Pero no es tan grave como para llevarlo al mecánico. Dejándolo unos diez minutos tranquilo, se enciende con un agradable ronroneo. “¡Qué le vamos a hacer!", me digo. “Cualquiera puede encontrarse mal una o dos veces al mes. Las cosas no siempre salen a pedir de boca. Así es la vida". Mi marido lo llama “tu burro". Pero, diga lo que diga, es mi coche.

Voy en mi Civic a comprar al supermercado. Después de la compra hago la limpieza y la colada. Preparo la comida. Por las mañanas intento moverme lo más rápidamente posible. Incluso trato de adelantar los preparativos de la cena. Así puedo disponer de toda la tarde libre.

Mi marido viene a almorzar pasadas las doce. No le gusta comer fuera. “Está todo lleno, la comida es mala, la ropa se te impregna de olor a tabaco", dice. A pesar del tiempo que tarda en ir y volver, prefiere comer en casa. De todos modos, no cocino ningún plato elaborado. Si hay sobras del día anterior, las caliento en el microondas; si no las hay, sirvo unos fideos y listo. Así que la preparación de la comida, en sí misma, no me supone un gran esfuerzo. Además, no hace falta aclararlo, es mucho más divertido comer con mi marido que hacerlo sola y en silencio.

Tiempo atrás, recién abierto el consultorio, a primera hora de la tarde apenas había pacientes y, después de almorzar, solíamos irnos a la cama. Eran unas relaciones sexuales fantásticas. A nuestro alrededor reinaba el silencio y la suave luz de la tarde inundaba la habitación. Éramos entonces mucho más jóvenes y más felices que ahora.

También ahora soy feliz, por supuesto. Sobre mi hogar no se cierne ninguna sombra. Quiero a mi marido, confío en él. Eso es lo que siento. Y creo que a él le sucede lo mismo. Pero, aunque sea algo inevitable, con el paso del tiempo nuestras vidas han ido cambiando. Y él ahora tiene todas las tardes ocupadas. En cuanto acaba de comer, se lava los dientes en el lavabo, sube al coche y regresa enseguida al consultorio. Allí lo aguardan miles de dientes enfermos. Claro que, tal como nos recordamos siempre el uno al otro, no se puede pedir todo.

Cuando mi marido ha regresado al consultorio, busco el traje de baño y la toalla y me voy en coche al gimnasio del barrio. Allí nado una media hora. Con bastante intensidad. No es que nadar me apasione. Nado simplemente porque no quiero engordar. A mí siempre me ha gustado mi figura. A decir verdad, nunca me ha gustado mi cara. No está mal. Pero nunca he logrado que me guste. Sin embargo, mi cuerpo sí. Me gusta pararme desnuda frente al espejo. Me gusta contemplar allí sus contornos suaves, su armónica vitalidad. Puedo percibir cómo en su interior late algo muy importante para mí. No sé qué es, pero no quiero perderlo.

Voy a cumplir treinta años. Algo que comprendes al llegar a esta edad es que, a los treinta, no se acaba el mundo. A mí, cumplir años no me produce ningún placer, pero también hay cosas que resultan más fáciles con los años. Es una cuestión de enfoque. Pero hay algo cierto. Y es que, después de cumplir los treinta, si una mujer ama su cuerpo y desea seriamente mantenerse en forma, deberá esforzarse de una manera u otra. Yo esto lo he aprendido de mi madre. Ella, antes, era una mujer esbelta y hermosa. Por desgracia, ya no lo es. Y yo no quiero que a mí me suceda lo mismo que a mi madre.

Después de nadar, empleo el resto de la tarde de diferentes formas, según los días. A veces, salgo a la calle que pasa por delante de la estación y doy un paseo mientras miro escaparates. Otras, vuelvo a casa, me siento en el sofá y leo o escucho música, o echo una cabezada. Poco después, el niño regresa del colegio. Lo cambio de ropa y le doy la merienda. Cuando termina de merendar, sale a jugar con sus amigos. Como sólo está en segundo de primaria, no va a ninguna academia ni toma lecciones de nada. “Dejémosle jugar", dice mi marido. “Así crecerá de un modo natural". Al salir, yo le digo: “Ten cuidado". Y el niño responde: “Tranquila". Igual que mi marido.

Cuando se acerca el anochecer, empiezo a hacer la cena. El niño vuelve antes de las seis. Mira dibujos animados por la televisión. Si no se prolongan las visitas, mi marido está de vuelta antes de las siete. Mi marido no prueba el alcohol y tampoco le gusta hacer más vida social de la necesaria. Al acabar el trabajo, suele regresar directamente a casa.

Durante la cena, conversamos los tres. Nos contamos sobre todo lo que hemos hecho durante el día. Pero quien más habla es mi hijo. Como es natural, a sus ojos todas y cada una de las cosas que suceden a su alrededor están llenas de novedad y de magia. Mi hijo habla, mi marido y yo hacemos algún comentario sobre lo que nos cuenta. Al terminar la cena, mi hijo se entretiene solo. Ve la televisión, lee. O juega con mi marido. Cuando tiene deberes, se encierra a hacerlos en su habitación. Y, a las ocho y media, se va a la cama y se duerme. Yo lo cubro bien con la colcha, le acaricio el pelo, le digo: “¡Buenas noches!" y apago la luz.

Después, empieza el tiempo del matrimonio. Mi marido se sienta en el sofá y habla un poco conmigo mientras lee la edición vespertina del periódico. Habla de los pacientes, de algún artículo del diario. Y escucha a Haydn o a Mozart. Tampoco a mí me disgusta la música. Pero, pase el tiempo que pase, seguiré siendo incapaz de distinguir a Haydn de Mozart. A mis oídos, ambos suenan casi igual. Cuando se lo digo a mi marido, él responde que no importa que no sea capaz de captar la diferencia. Que las cosas hermosas son hermosas. ¿Acaso no es suficiente? Eso es lo que dice mi marido.

–Como tú, que eres tan guapo, ¿no? –digo yo.

–Exacto. Como yo que soy tan guapo –dice mi marido.

Y sonríe alegremente. Como si se sintiera muy complacido.

Esa es mi vida. Es decir, esa era mi vida antes de dejar de poder dormir. A grandes rasgos, un día era una repetición del otro. Llevaba un pequeño diario, pero si lo olvidaba durante dos o tres días no distinguía qué día era cuál. Aunque hubiera intercambiado ayer por anteayer, no me habría parecido extraño. “¿Qué vida es la mía?", pensaba a veces. Pero esa idea no me producía ninguna sensación de vacío. Simplemente me sentía sorprendida. Por el hecho de no distinguir un día del anterior. Por el hecho de estar formando parte de una vida así, de que esta me hubiera absorbido por completo. Por el hecho de que las huellas de mis pies fueran barridas por el viento tan deprisa, antes de que pudiera siquiera reconocerlas. En aquellos instantes contemplaba mi rostro en el espejo del cuarto de baño. Permanecía unos quince minutos mirándome fijamente. Con la mente vacía, sin pensar en nada. Clavaba los ojos en mi rostro como si fuera pura materia. Entonces, este se iba separando poco a poco de mí. Como si, en rigor, fuera una cosa que coexistiese conmigo. Y comprendía que aquello era el presente. “No tiene nada que ver con mis pisadas", me decía.

“Así, de esta forma, coexisto con el presente. Y eso es lo más importante".

Pero ahora no puedo dormir. Y, cuando dejé de poder dormir, dejé también de llevar el diario.


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