Haruki Murakami - Baila, baila, baila (I)

Cuatro años atrás, el protagonista acudió, llevado por una mujer sin nombre, hasta el hotel Dolphin, un hotel bastante decadente, sin mucha clientela ni mucho glamour. De hecho, y con sus palabras, el hotel Dolphin parecía más bien el museo de la decadencia. Así que, cuando empieza a soñar con esta mujer y con un llanto que parece que lo llama, decide que tiene que acudir, una vez más, al hotel. A enfrentarse con lo que tenga que enfrentarse.
(...)
Yuki y el protagonista, o la relación que este tiene con Gotanda. (...) en general tienen brillo propio y le dan un giro más a la historia.


ADENDA
Fragmentos de Baila, Baila, Baila


[...]
Como no tenía nada que hacer, me puse a dar vueltas por la habitación.
Luego me senté y vi la tele. Sólo echaban basura. Me sentí como si me
estuvieran mostrando vómitos artificiales. Al ser artificiales, no ensucian, pero
cuando uno se para a mirarlos, tiene la sensación de que está viendo vómito de
verdad. Apagué la tele, me vestí y subí al bar de la vigesimosexta planta. Me
acomodé en la barra y pedí un vodka con soda y un poco de limón exprimido.
A través de las paredes de cristal se admiraba el paisaje nocturno de Sapporo.
Decididamente, todo me recordaba a las ciudades espaciales de La guerra de las
galaxias. Por lo demás, era un bar tranquilo y agradable, y sabían preparar las
copas. El vidrio de las copas también era de buena calidad. Cuando una chocaba
con otra, producía un tintineo delicioso. Aparte de mí, había otros tres clientes.
Dos hombres de mediana edad bebían whisky sentados a una mesa del fondo,
mientras charlaban en voz baja para que no se les oyera. No sé de qué hablarían,
pero parecía una conversación importante. Quizá estuviesen pergeñando un plan
para asesinar a Darth Vader.
En una mesa situada a mi derecha, una niña de unos doce o trece años, con
los auriculares del walkman puestos, se tomaba una bebida con una pajita. Era
guapa. Su cabello, largo y de un liso poco natural, caía suavemente y con
encanto sobre la mesa; tenía las cejas largas y sus ojos eran diáfanos. La niña
tamborileaba con los dedos sobre la mesa al ritmo de lo que escuchaba; de toda
su persona, tan sólo esos dedos finos y delicados resultaban un tanto infantiles.
Tampoco podía decirse que fuese madura para su edad. Pero algo en ella
permitía entrever que todo lo miraba desde lo alto. No con malicia o con
agresividad, sino, simplemente, con indiferencia. Como quien admira el paisaje
nocturno por una ventana situada en lo más alto de un edificio.
[...]
Cuando, hace poco, empecé a soñar con el Hotel Delfín, ella fue lo primero
que me vino a la mente. Me está buscando, pensé de pronto. Si no, ¿por qué iba
a soñar tanto con el hotel?
Ella. Ni siquiera sé su nombre, a pesar de que estuvimos juntos unos meses.
De hecho, sé poco sobre ella. Sólo que trabajaba en un club de lujo muy
exclusivo, en el que únicamente se admiten clientes con cierto estatus. Una
prostituta de alto standing. Ejercía, además, otros trabajos. De día, estaba
empleada a tiempo parcial como correctora en una pequeña editorial, y también
era modelo de orejas. En suma, llevaba una vida muy ajetreada. Pero, por
supuesto, que yo no supiera su nombre no quiere decir que no lo tuviese. En
realidad, tenía varios. Y, al mismo tiempo, carecía de nombre. En ninguno de
sus efectos personales —prácticamente inexistentes, por otra parte— constaba su
nombre. Y no tenía bono de transporte ni permiso de conducir ni tarjetas de
crédito. Sí tenía una pequeña libreta, pero en ella sólo había garabateado en
bolígrafo palabras indescifrables. No había un solo vestigio de su identidad.
Puede que las prostitutas tengan nombre, pero viven en un mundo que no
necesita saberlo.
El caso es que apenas sé nada sobre ella. No sé dónde vive, ni cuántos años
tiene. Tampoco la fecha de su cumpleaños. Desconozco a qué escuela fue y si
tenía estudios universitarios. Ignoro incluso si tiene familia. No sé nada. Vino
de alguna parte, como un aguacero, y desapareció. Tan sólo me queda su
recuerdo.
[...]
Yuki se quedó callada y miró por la ventana. Entre los árboles frutales
centelleaba el intenso azul del mar. Una sola nube con la forma del cráneo de un
homínido flotaba en el horizonte. Estaba tercamente inmóvil, y no parecía que
fuera a moverse. Era muy blanca, de perfil muy definido. De vez en cuando una
bandada de pájaros pasaba gorjeando por delante de la nube. Cuando Vivaldi se
terminó, Dick North levantó la aguja del tocadiscos y, valiéndose de su único
brazo, sacó el disco del plato, lo guardó en su funda y lo devolvió a la
estantería.
—¿Dónde aprendió japonés? —le dije, pues no sabía de qué hablar.
Dick North asintió, movió una ceja, cerró los ojos y luego sonrió.
—Viví mucho tiempo en Japón —dijo lentamente—. Pasé allí diez años.
Fui por primera vez durante la guerra… de Vietnam, me gustó y al terminar el
conflicto me matriculé en la Universidad Sofía de Tokio. Ahora escribo poesía.
Ahí está, me dije. No era demasiado joven, tampoco guapo, pero sí poeta.
—También traduzco al inglés haiku, tanka y otros géneros de poesía
japonesa —añadió.
—Debe de ser muy difícil.
—Lo es —respondió.
Sonrió y luego me ofreció otra cerveza. Acepté y volvió con otro par de
latas. Usando su único brazo tiró de la anilla con una elegancia asombrosa y,
tras servirse la cerveza en el vaso, le dio un buen trago. Después dejó el vaso
sobre la mesa, movió la cabeza varias veces hacia los lados y observó el póster
de Warhol que había en la pared.
—Por extraño que parezca —dijo—, no hay ningún otro poeta manco en el
mundo. Hay pintores mancos, incluso pianistas mancos. Y lanzadores de
béisbol mancos. ¿Por qué no hay más poetas mancos? No hay ninguna relación
entre escribir poesía y tener uno o tres brazos…
Tenía razón.
[...]






Comentarios

Entradas populares de este blog

JL BORGES - Sobre "No nos une el amor sino el espanto"

Unhappy Readymade Marcel Duchamp

Jangaderos