Héroe de héroes Por Juliana Amandolesi
Sobre la noche del 22 de Noviembre de 1861, mientras las tropas federales dormían, los hombres del ejército unitario, realizaron un ataque sorpresivo degollando a más 300 hombres.
Emboscada. Aquí estaba asentado el campamento de unos 350 soldados, con tiendas espaciosas, alumbradas por una o por muchas velas, que se apagaban al llegar el pasivo sueño que produce la victoria.
Desde el arroyo, vigilaban el campamento unos cuantos hombres ajenos a la tropa que descansaba; agazapados entre las piedras, como moluscos dañinos.
No hacía falta hablarse, sólo habría que seguir el plan. Sabían bien aquello de que la venganza se come fría como una tabla de fiambres; pero esa pasada victoria que, obligadamente por orden suprema habían cedido al enemigo, les generaba una fuerte ebullición en la sangre contenida en cada vena, todo su cuerpo se estaba incendiando. El agua del Pavón que les pasaba entre las piernas y en la cual aguardaban el momento indicado, no les apagaba la brasa que les latía en los facones.
Cuchillo en mano, salieron del agua y abrieron, para empezar, un par de cuellos; el vapor de la sangre enemiga los despabilaba, les hacía abrir grandes los ojos y tirar un poco la cabeza hacia atrás: nunca la sangre había sido para ellos tan espesa como esa noche. Ni tan hermosa.
Se iban acercando al fuego, muy silenciosamente, y a su paso los degollaban, transformándolos de soldados a corderos.
El rechinar de las botas llenas de agua y barro era muy molesto, Banto se quitó la arcilla de la suela frotándola con la espalda de un tronco, Ramiro le susurró que "no era oportuno limpiarse esos pequeños detalles de dama en situaciones como ésa", que estaban al pie de una victoria prometida. El primero se ciñó de hombros (y por dentro le sacó la lengua; por fuera no, porque ya era un hombre).
Era el primer día para Banto en batalla, joven y gordo, un poco torpe. Todavía no se animaba a desenvainar el cuchillo, se detenía detrás de cada árbol a besarse el rosario y a tantear con la derecha el estuche del facón petrificado. Lo tanteaba, sentía la helada empuñadura y punto. Ahí lo dejaba, virgen de sangre. La oscuridad era la cómplice absoluta de su cobardía y juventud.
Ramiro, su superior, ya estaba bien más adelante que él, avanzaba velozmente hacia el centro del campamento sin despertar ni una mosca, ágil y mudo como un gato. Con una notoria experiencia y frialdad, cortaba los cuellos limpiamente, dueño de una seguridad incalculable, como si hiciera todos los días una faenada de hombres en el patio de su casa mientras disfrutara, muy relajado, de un mate calentito.
Banto, desde atrás del árbol, imitaba los movimientos de su compañero con un cuchillo imaginario. Le imitaba también los gestos: el entrecejo fruncido, la mirada severa pero reposada, el movimiento acompasado de los hombros que subían y bajaban al ritmo del pulso, a medida que caían los cuerpos decapitados; toda esa danza imitaba, hasta que creyó sentirse lo suficientemente preparado para intentar, aunque sea modestamente, hincar por primera vez aquel filo.
Contó hasta diez presionando por última vez el dorso contra la corteza y salió de su oscuro escondite con una aparición muda pero triunfal, irrumpiendo en el campo de batalla; mostró los dientes, con las piernas entreabiertas y cara de desquiciado se tentó de gritar "A la carga". Sus compañeros miraron hacia atrás para observarlo. Ramiro, con un dejo de decepción arrojó el cuchillo a un costado y meneó la cabeza. Banto notó que ya no quedaban hombres que matar, todo el trabajo lo habían hecho los valientes. Había más de 300 cuerpos, sin cabeza, echados al azar en el suelo; algunos aún apretaban con un reflejo nervioso las cantimploras de whisky que estaban bebiendo.
Los victimarios habían perdido apenas dos hombres. La tropa atacada, casi todos. Sólo restaba por batallar un último campamento, el cual asaltarían al cabo de una semana.
Regresaban a caballo ajeno; felices y victoriosos. Banto, con la cabeza gacha, último en la tropa, sabía que tendría que pagar duramente su error al clarear el día.
Por decreto, recibiría la pena de muerte a causa de su cobardía en batalla, para servir de ejemplo a sus compañeros. Ramiro, que tenía años en el ejército y unas cuantas amistades repartidas en cargos altos, consiguió (poniendo en juego su honor y su puesto) que el castigo quedara temporalmente absuelto; acaso entendía ese primer sentimiento de temor verdadero frente a la batalla, acaso alguien había hecho con él esa excepción muchos años atrás, cuando todavía era un hombre prematuro y tímido.
"Como condición inamovible, soldado Ramiro" sentenció el general "el soldado Banto debe asesinar al menos cincuenta hombres en batalla, para limpiar el honor que ha manchado con la caspa de la cobardía en el ejército. De lo contrario, el castigo primeramente impuesto seguirá su curso y usted, lamentablemente, perderá su puesto." El soldado agradeció esa bondad y fue a comunicárselo inmediatamente a Banto, quien lloraba detrás de un árbol.
"La batalla es en una semana", dijo Ramiro, "no la desaproveches".
No había tiempo de convertirse en otro tipo, en siete días. No se podía. Banto era el mismo de siempre: el que lloraba detrás del árbol, el que se prendía al rosario y pasaba con timidez la mano sobre la empuñadura del cuchillo. ╔l, asustado y cobarde, debía convertirse en héroe de héroes. Matar, como mínimo, a cincuenta hombres.
La noche marcada, sordamente se acercaron al campamento que pretendían atacar, se escondieron detrás de unos arbustos, rodearon la zona; de nuevo lograrían con éxito la emboscada, lo sintieron desde antes, como un éxtasis viral que les hervía en las vértebras. Banto, sin embargo, sintió el mismo temor que en la batalla anterior, y negó para sí mismo la cabeza. Escondido en el matorral, se arrancó el rosario y lo apoyó en el suelo. Sacó su cuchillo de antemano, para que no lo paralice después ese frio.
Al susurrar la orden, los soldados comenzaron a salir de su escondite, él salió con ellos. Mató a uno. Mató a dos. Los contaba. Notó que debería ser más rápido para llegar al número. Imaginó corderos para evitar moralidades.
El campamento enemigo había sido reducido a nada, quedaban sólo unos pocos hombres con vida, los cuales cayeron ante la espada del ya no asustadizo Banto.
"Fueron 49, soldado" dijo el general sumergido en la sombra, sobre su caballo. Observó con desesperación si quedaba, aunque sea, un tipo vivo, alguien dueño de una migaja de vida que cederle. Ya no quedaba nadie allí.
En ese instante, casi como una aparición, un hombre con uniforme enemigo se detiene justo frente a él. Banto reconoció en un titubeo esa mirada azulina, severa pero reposada, que lo observaba impaciente. "íAlzá el cuchillo, vamos!" dijo en voz baja el hombre. El soldado obedeció, cerró los ojos y cortó, limpiamente. La sangre desfiguró el conocido rostro, lo hizo otro.
Desde la sombra, las pisadas del caballo se alejaban; redimiéndolo.