Memoria del río - El Entenado
El entenado según Saer
Memoria del río
En estos días, Seix Barral reedita "El entenado", para muchos la mejor novela de Saer. El escritor recuerda los orígenes de este relato y explica ciertos recursos utilizados en su escritura.
por Juan José Saer.
Lo que me incitó a escribir El entenado fue el deseo de construir un relato cuyo protagonista fuese no un individuo, sino un personaje colectivo. En la intención original ni siquiera había narrador: se trataba de varias conferencias de un etnólogo sobre una tribu imaginaria. Pero un día, leyendo la Historia argentina de Busaniche, me topé con las catorce líneas que le dedicaba a Francisco del Puerto, el grumete de la expedicción de Solís que los indios retuvieron durante diez años y liberaron cuando una nueva expedición llegó a la región. La historia me sedujo de inmediato y decidí no leer más nada sobre el caso, para poder imaginar más libremente el relato. Lo único que conservé fue el diseño que dejaban entrever las catorce líneas de Busaniche. El resto es invención pura.
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En realidad, el proyecto original resultó bastante alterado, ya que el narrador termina ocupando un lugar casi más importante que el del personaje colectivo (la tribu), a causa quizá de que, de este último, traté, en forma deliberada, de atenuar en la mayor medida posible las individualidades. El problema con el narrador en primera persona es que puede volverse omnipresente, ya que es él quien selecciona y organiza los acontecimientos, y a causa de su mediación, el personaje colectivo pierde tal vez un poco de evidencia y de proximidad.
Después de Cicatrices, El limonero real y Nadie nada nunca -después de las dos últimas sobre todo- El entenado presenta un aspecto exterior más clásico, pero que a mi juicio es únicamente aparente. Es cierto que las tres novelas anteriores, más las rupturas narrativas de La mayor, intentaban trabajar con estructuras espacio-temporales más complejas, pero en El entenado la problemática de esos primeros libros es en cierto modo incorporada a la percepción del mundo que imaginé para los indios, y además el tiempo y la estructura general del relato están distorsionados, aunque de manera discreta. La duración de los acontecimientos es inversamente proporcional a la de los distintos pasajes que los refieren. La orgía y los primeros días del narrador entre los indios ocupan alrededor de sesenta páginas; los diez años siguientes, ocho o nueve páginas, y los otros cincuenta años (el narrador está contando la historia sesenta años después de que ocurrieron los hechos) unas veinte páginas. A partir de cierto momento la narración en sentido estricto se detiene, y comienza lo que podríamos llamar una descripción diacrónica de la tribu, después de la cual el libro termina con tres casos narrativos que no siguen ningún orden lógico ni ninguna cronología: los juegos de los niños, el indio agonizante y el eclipse.
Todo esto puede parecer secundario, pero a mi juicio no lo es (en todo caso para la manera en que yo concibo el trabajo narrativo). Sin esas variaciones estructurales, el relato se pertrecharía solamente para una forma lineal, que a priori no es en sí delictiva, pero que a mi modo de ver es menos apta para figurar las relaciones complejas que existen entre tiempo, espacio, percepción, conciencia, etc., y que son la condición necesaria de toda narración, oral o escrita, literaria o práctica, verdadera o falsa, ya se trate de un chiste, de una anécdota, de una información, de un informe, de una novela o de una epopeya. La narración lineal, modelo inmutable, únicamente puede evocar esa complejidad (si realmente le interesa hacerlo, porque el optar por el relato lineal tal vez pone en evidencia una concepción ingenua acerca de la esencia y del orden de los acontecimientos) en forma discursiva, lo que desde luego es legítimo, pero que para mi propio trabajo me interesa menos. No hay un solo gran narrador del siglo XX que no haya optado por la complejidad formal para sus relatos, en vez de replegarse en la linealidad, y creo que no vale la pena demostrar una vez más que el sentido de una obra de arte es inmanente a su forma. Como alumno aplicado, sin saber hasta hoy día si obtendré o no el diploma correspondiente, no hice más que tratar de imitar a esos narradores.
Detrás de la aparente fluidez narrativa, hay por lo tanto una intención más elaborada, y si bien El entenado es tal vez de mis libros el que ha suscitado más traducciones, estudios y comentarios, muchas veces lo han exaltado por ser un relato lineal o, peor aún, una novela histórica, lo que confirma esa observación sagaz de Lacan, según la cual en el elogio ya viene inevitablemente incluida la injuria.
En cuanto al género propiamente dicho, se ha evocado con pertinencia a propósito de este relato la primitiva relación de Indias, que ha dado tantos textos admirables, entre los cuales se destaca el libro de Hans Staden, que leí en italiano, porque lo encontré de casualidad en una librería de viejo de la Via del Corso, en Roma, en la época en que estaba planeando la novela. En lo relativo a la prosa, se me presentaba un problema semejante al que surgía de la estructura: dar una ilusión de simplicidad, imitada de esos relatos que desbordan de frescura, introduciendo al mismo tiempo en el discurso narrativo la problemática que me interesaba. En otras palabras, simular la "ingenuidad épica" en un relato con pretensiones vagamente filosóficas.
En lo relativo a los indios colastiné, debo decir que en los tratados especializados, sólo aparece de ellos el nombre, en la larga lista de tribus regionales que habitan en las inmediaciones del río Paraná. Algún autor los hace tributarios de los tobas, o de ciertos grupos instalados más al oeste, en el interior, por Santiago del Estero y aún más allá, pero siempre traspapelados en alguna lista que no señala de ellos ningún rasgo distintivo. Ese anonimato los transforma en materia ideal para una ficción; puede sacárseles mejor partido que a los incas, los mayas o los aztecas, pueblos que, a causa del aura que poseen, son demasiado novelescos como para servir de tema a una novela.
Esa vaguedad de los indios colastiné, tan persistente en los textos, deja de tener vigencia cuando el nombre se incorpora a una dimensión más rigurosa: a unos siete u ocho kilómetros al este de Santa Fe, en una extensión de tierra rodeada por una red casi infinita de ríos, arroyos y riachos, hay dos lugares diferentes, a una legua de distancia más o menos uno del otro, llamados respectivamente Colastiné Norte y Sur. En Colastiné Norte viví seis años, hace casi cuatro décadas. En aquel entonces, era un lugar bastante pobre, vacío y salvaje, a un paso del río mismo nombre. Hoy en día se ha vuelto un suburbio alejado, donde subió bastante el precio de los terrenos no inundables y donde abundan los quinchos cuyas parrillas únicamente se encienden los fines de semana.
Domingo 27 de febrero de 2000 © Copyright Clarín.
Los indios de Saer
Una expedición al Río de la Plata, la convivencia con una tribu indígena y el descubrimiento de una cultura: ese circuito es el tema de la acción, por así decirlo, de El entenado, una novela que recrea libremente la historia de Francisco del Puerto, grumete de Solís, quien volvió a Europa recién diez años después. A partir de estos datos, Saer imagina un adolescente huérfano que deviene antropólogo y escritor merced a los oficios de los indios colastiné, tribu preocupada por perpetuarse aunque sólo fuera a través de la memoria.
"De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo", dice el narrador en la primera frase de la novela, y ya ese principio se reconoce como marca de su autor; una cadencia y una sintaxis reconocibles tanto como la respiración que a tantas frases imprime siempre su arsenal de comas.
El narrador cuenta su historia cuando ya es mayor y su crónica es atravesada por reflexiones filosóficas. Qué es el tiempo o cuál es la dimensión de lo real son algunos de los interrogantes.
Por lo demás, El entenado ofrece momentos que ya están inscriptos en la historia de la literatura argentina, como una serie de insólitas coreografías o una lengua signada por los vocablos def-ghi, o cierta orgía inolvidable con su final de fiesta a puro asado.
Domingo 27 de febrero de 2000 © Copyright Clarín.
Memoria del río
En estos días, Seix Barral reedita "El entenado", para muchos la mejor novela de Saer. El escritor recuerda los orígenes de este relato y explica ciertos recursos utilizados en su escritura.
por Juan José Saer.
Lo que me incitó a escribir El entenado fue el deseo de construir un relato cuyo protagonista fuese no un individuo, sino un personaje colectivo. En la intención original ni siquiera había narrador: se trataba de varias conferencias de un etnólogo sobre una tribu imaginaria. Pero un día, leyendo la Historia argentina de Busaniche, me topé con las catorce líneas que le dedicaba a Francisco del Puerto, el grumete de la expedicción de Solís que los indios retuvieron durante diez años y liberaron cuando una nueva expedición llegó a la región. La historia me sedujo de inmediato y decidí no leer más nada sobre el caso, para poder imaginar más libremente el relato. Lo único que conservé fue el diseño que dejaban entrever las catorce líneas de Busaniche. El resto es invención pura.
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En realidad, el proyecto original resultó bastante alterado, ya que el narrador termina ocupando un lugar casi más importante que el del personaje colectivo (la tribu), a causa quizá de que, de este último, traté, en forma deliberada, de atenuar en la mayor medida posible las individualidades. El problema con el narrador en primera persona es que puede volverse omnipresente, ya que es él quien selecciona y organiza los acontecimientos, y a causa de su mediación, el personaje colectivo pierde tal vez un poco de evidencia y de proximidad.
Después de Cicatrices, El limonero real y Nadie nada nunca -después de las dos últimas sobre todo- El entenado presenta un aspecto exterior más clásico, pero que a mi juicio es únicamente aparente. Es cierto que las tres novelas anteriores, más las rupturas narrativas de La mayor, intentaban trabajar con estructuras espacio-temporales más complejas, pero en El entenado la problemática de esos primeros libros es en cierto modo incorporada a la percepción del mundo que imaginé para los indios, y además el tiempo y la estructura general del relato están distorsionados, aunque de manera discreta. La duración de los acontecimientos es inversamente proporcional a la de los distintos pasajes que los refieren. La orgía y los primeros días del narrador entre los indios ocupan alrededor de sesenta páginas; los diez años siguientes, ocho o nueve páginas, y los otros cincuenta años (el narrador está contando la historia sesenta años después de que ocurrieron los hechos) unas veinte páginas. A partir de cierto momento la narración en sentido estricto se detiene, y comienza lo que podríamos llamar una descripción diacrónica de la tribu, después de la cual el libro termina con tres casos narrativos que no siguen ningún orden lógico ni ninguna cronología: los juegos de los niños, el indio agonizante y el eclipse.
Todo esto puede parecer secundario, pero a mi juicio no lo es (en todo caso para la manera en que yo concibo el trabajo narrativo). Sin esas variaciones estructurales, el relato se pertrecharía solamente para una forma lineal, que a priori no es en sí delictiva, pero que a mi modo de ver es menos apta para figurar las relaciones complejas que existen entre tiempo, espacio, percepción, conciencia, etc., y que son la condición necesaria de toda narración, oral o escrita, literaria o práctica, verdadera o falsa, ya se trate de un chiste, de una anécdota, de una información, de un informe, de una novela o de una epopeya. La narración lineal, modelo inmutable, únicamente puede evocar esa complejidad (si realmente le interesa hacerlo, porque el optar por el relato lineal tal vez pone en evidencia una concepción ingenua acerca de la esencia y del orden de los acontecimientos) en forma discursiva, lo que desde luego es legítimo, pero que para mi propio trabajo me interesa menos. No hay un solo gran narrador del siglo XX que no haya optado por la complejidad formal para sus relatos, en vez de replegarse en la linealidad, y creo que no vale la pena demostrar una vez más que el sentido de una obra de arte es inmanente a su forma. Como alumno aplicado, sin saber hasta hoy día si obtendré o no el diploma correspondiente, no hice más que tratar de imitar a esos narradores.
Detrás de la aparente fluidez narrativa, hay por lo tanto una intención más elaborada, y si bien El entenado es tal vez de mis libros el que ha suscitado más traducciones, estudios y comentarios, muchas veces lo han exaltado por ser un relato lineal o, peor aún, una novela histórica, lo que confirma esa observación sagaz de Lacan, según la cual en el elogio ya viene inevitablemente incluida la injuria.
En cuanto al género propiamente dicho, se ha evocado con pertinencia a propósito de este relato la primitiva relación de Indias, que ha dado tantos textos admirables, entre los cuales se destaca el libro de Hans Staden, que leí en italiano, porque lo encontré de casualidad en una librería de viejo de la Via del Corso, en Roma, en la época en que estaba planeando la novela. En lo relativo a la prosa, se me presentaba un problema semejante al que surgía de la estructura: dar una ilusión de simplicidad, imitada de esos relatos que desbordan de frescura, introduciendo al mismo tiempo en el discurso narrativo la problemática que me interesaba. En otras palabras, simular la "ingenuidad épica" en un relato con pretensiones vagamente filosóficas.
En lo relativo a los indios colastiné, debo decir que en los tratados especializados, sólo aparece de ellos el nombre, en la larga lista de tribus regionales que habitan en las inmediaciones del río Paraná. Algún autor los hace tributarios de los tobas, o de ciertos grupos instalados más al oeste, en el interior, por Santiago del Estero y aún más allá, pero siempre traspapelados en alguna lista que no señala de ellos ningún rasgo distintivo. Ese anonimato los transforma en materia ideal para una ficción; puede sacárseles mejor partido que a los incas, los mayas o los aztecas, pueblos que, a causa del aura que poseen, son demasiado novelescos como para servir de tema a una novela.
Esa vaguedad de los indios colastiné, tan persistente en los textos, deja de tener vigencia cuando el nombre se incorpora a una dimensión más rigurosa: a unos siete u ocho kilómetros al este de Santa Fe, en una extensión de tierra rodeada por una red casi infinita de ríos, arroyos y riachos, hay dos lugares diferentes, a una legua de distancia más o menos uno del otro, llamados respectivamente Colastiné Norte y Sur. En Colastiné Norte viví seis años, hace casi cuatro décadas. En aquel entonces, era un lugar bastante pobre, vacío y salvaje, a un paso del río mismo nombre. Hoy en día se ha vuelto un suburbio alejado, donde subió bastante el precio de los terrenos no inundables y donde abundan los quinchos cuyas parrillas únicamente se encienden los fines de semana.
Domingo 27 de febrero de 2000 © Copyright Clarín.
Los indios de Saer
Una expedición al Río de la Plata, la convivencia con una tribu indígena y el descubrimiento de una cultura: ese circuito es el tema de la acción, por así decirlo, de El entenado, una novela que recrea libremente la historia de Francisco del Puerto, grumete de Solís, quien volvió a Europa recién diez años después. A partir de estos datos, Saer imagina un adolescente huérfano que deviene antropólogo y escritor merced a los oficios de los indios colastiné, tribu preocupada por perpetuarse aunque sólo fuera a través de la memoria.
"De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo", dice el narrador en la primera frase de la novela, y ya ese principio se reconoce como marca de su autor; una cadencia y una sintaxis reconocibles tanto como la respiración que a tantas frases imprime siempre su arsenal de comas.
El narrador cuenta su historia cuando ya es mayor y su crónica es atravesada por reflexiones filosóficas. Qué es el tiempo o cuál es la dimensión de lo real son algunos de los interrogantes.
Por lo demás, El entenado ofrece momentos que ya están inscriptos en la historia de la literatura argentina, como una serie de insólitas coreografías o una lengua signada por los vocablos def-ghi, o cierta orgía inolvidable con su final de fiesta a puro asado.
Domingo 27 de febrero de 2000 © Copyright Clarín.